Que el dos, a las diez y media de la mañana, salieron su madre y tías enteramente desfiguradas y desarropadas y le dieron noticia de habérsele robado quanto tenían y de que su tío, don José Magra, había sido muerto por los aliados, tirándole entre quatro de una ventana a la calle; que aquel día se retiró con su madre y tías a Lasarte.

 Al segundo, dixo que no sabe quántas son las personas muertas y, aunque ha oído hablar de muchas, solamente tiene presentes a su tío, don José Magra, y al presbítero don Domingo de Goycoechea, y de los heridos recuerda de Juan Navarro y Pedro Cipitria, que han muerto de resultas. (132)

 Al tercero, dixo que el testigo estuvo observando mucho antes del asalto hasta las quatro y media de aquella desde el caminito de la casería de Chabartegui y vio que, antes que entraron los aliados en la Plaza, no había fuego alguno en el cuerpo de la Ciudad, sino en los maderos de la brecha de la Zurriola y que el primer fuego que notó el deponente fue a eso de las tres y media de la tarde, hallándose ya los franceses en el castillo y lo observó azia la calle Mayor, y este fuego, en concepto del testigo, fue dado por los aliados, pues que éstos eran dueños ya de toda la Ciudad y los franceses se hallaban retirados en el castillo, de donde mientras permaneció a la vista el testigo no tiraron cosa alguna que pudiese incendiar a la Ciudad.

 Al quarto, dixo que el día tres de Septiembre entró en la Ciudad con ánimo de salvar algunos efectos propios y de su madre, así como los papeles de su administración y del Archivo del señor conde de Villa Alcázar, cuyas haciendas administra, y, habiendo llegado al palacio de dicho conde, situado en esta calle de la Trinidad, frente al convento de San Telmo, vio que una partida de ocho yngleses con un cabo estaban rompiendo las puertas de la bodega de dicho Palacio, y, habiendo pedido auxilio a un comisario, éste gritó al cabo que le ayudase en salvar los efectos que quería, y, habiendo vuelto a entrar, vio que salían de la segunda bodega dos yngleses y que había ya en ella un fuego considerable; que, habiendo hecho observar al cabo, de la, partida este fuego repentino y suplicándole lo apagase, dándole también a entender que le gratificaría, se le encogió de hombros y no tomó providencia alguna, en cuya vista y de que el fuego se iba aumentando, no se atrevió a subir a las habitaciones altas y salió de la Ciudad.

 Que el quatro, a la mañana, volvió a entrar y vio que todo el Palacio del conde estaba ya abrasado.

 Al sexto, dixo que lo que sabe en este particular es que, habiendo vuelto su madre el día cinco a recoger algunos muebles y efectos que dejó en casa de San Martín, situada en la hilera de casas que se han salvado, logró sacar tres fardos y un baul, cuyo contenido, a saber el de los tres fardos solamente valía veinte onzas de oro, y, a luego que le dejó fuera de la Plaza, en el Glacis, el oficial que le acompañó hasta aquel parage, salieron dos soldados ingleses y portugueses y le robaron los tres fardos; que su madre imploró la protección de un oficial ynglés que se hallaba cerca, pero éste no la hizo aprecio.

 Al séptimo, dixo que los franceses, a lo menos que lo notase el testigo, no tiraron sobre la Ciudad, desde que se retiraron al castillo, bombas, granadas ni ninguna cosa incendiaria.

 Al octavo, dixo que no vio ni ha oído, que ninguno de los aliados haya sido castigado por los excesos cometidos en esta Ciudad.

 Al noveno, dixo que son unas treinta y ocho a quarenta las casas que se han salvado del incendio y que quasi todas se hallan situadas al pie, del castillo.

 Todo lo qual declaró por cierto bazo del juramento prestado, en que se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser de edad de treinta y ocho años, y en fe de todo, yo, el Escribano. Yturbe.

 Juan Miguel de Borne.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (129)D. Miguel Borné Magra fue bautizado en la Basílica de Sta. María de Donostia el 29 de Septiembre de 1776. Sus padres fueron León Borné Boulard y María Manuel Magra Urquiaga. Se casó con Benigna Arangua Estibaus en Sata. María el 5 de Mayo de 1800, con la que tuvo seis hijos. En el momento del asalto, el mayor tenía doce años y el más pequeño uno. Falleció en Donostia el 6 de Octubre de 1852, y su mujer un año antes, el 10 de Diciembre de 1851 (Murugarren fecha este fallecimiento antes).

 (130) Este testigo fue uno de los muchos donostiarras que decidieron abandonar la plaza cuando el General Rey autorizó la salida de civiles. Si es correcta la fecha de salida que menciona, martes 29 de Junio de 1813, seguramente lo hiciese por la mañana, ya que por la tarde las tropas de voluntarios de Mendizabal intentaron un ataque contra el convento de San Bartolomé.

 (131)Este punto es muy significativo a la hora de hacernos una idea de la falta de disciplina en que se vio sumido el ejército luso-británico. Los soldados abandonaban la ciudad por las brechas de la Zurriola y por laPuerta de Tierra, mientras les disparaban los franceses desde el Cuartel de San Telmo, y es de suponer, que también desde la Batería del Mirador.Es decir, abandonaban los combates con la única intención de salvar sus robos.

 (132) Ver pie de página nº 12.

Testigo 28:

 Don Joaquín María de Jáuregui (133), vecino de esta Ciudad, segundo oficial y actualmente encargado de la Administración de la Aduana de esta Plaza, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que el deponente no se halló dentro de la Plaza durante el sitio, pero llegó a la vista de ella el día del asalto, a la tarde, después que entraron los aliados dentro y notó que salían de dentro de la Ciudad un montón de soldados, cargados de efectos, y que de otros muchísimos de los campamentos inmediatos entraban en la Ciudad y volvían también cargados, cuyo desorden duró también el día siguiente y los sucesivos, en los que se mantuvo también el testigo en las inmediaciones, y vio que tubieron parte en el saqueo hasta los brigaderos y marineros de los transportes yngleses, surtos en el Puerto de Pasages.

 Que el día primero de Septiembre presenció la salida de muchísimos habitantes de la Ciudad, que presentaban el espectáculo el más lastimoso, pues se veían personas acaudaladas sin ropas y medio desnudas, señoritas con los pechos descubiertos y descalzas, muchísimas estropeadas y todas desfiguradas y atontadas con el duro trato que habían experimentado; de quienes oyó que la conducta de los aliados en la noche y la tarde anterior había sido la más cruel e inhumana, en el que executaron el robo el asesinato y la violación de mugeres sin respetar la niñez y la ancianidad, y que el desorden y la indisciplina duró en los dias sucesivos.

 Al segundo, dixo que no es fácil fixar el número de los muertos por hallarse dispersas las familias de esta Ciudad en varios pueblos y porque muchos de los muertos y heridos han quedado sepultados en las ruinas de las casas quemadas pero ha oído que los más conocidos son el Presbítero don Domingo de Goycoechea, que fue muerto al tiempo que salió a victorear a los aliados, don José Magra, sugeto de edad abanzada, que, después de acuchillado, fue tirado de la ventana, la muger de don Manuel Biquendi, Vicente Oyanarte, José Larrañaga, hombre bien acomodado y que, después de robado, fue muerto teniendo a un hijo suyo, de tierna edad, en sus brazos, Felipe Plazaola, Bernardo Campos, la madre de don Martín Abarizqueta, la suegra de don José de Echániz, José Jeanora, Martín Altuna y algunos otros que, aunque ha oído, no recuerda ahora; que los heridos que tiene presentes son don Felipe Ventura de Moro, Pedro Cipitria, don Juan Navarro, que han muerto a resultas de las heridas, don Claudio Droma (135), don Pedro Ygnacio de Olañeta, tesorero de la Ciudad, don Pedro José de Beldarrain, actual regidor, doña Luisa Zuinzarren, muger de un capitán del Regimiento de Guadalaxara, prisionero en Francia, y muchas mugeres que vio salir heridas, contusas el día primero de Septiembre. (134)

 Al tercero, dixo que notó fuego en la Ciudad hasta la madrugada del primero de Septiembre, que vino de Ernani, a donde se retiró, a pasar la noche anterior; que, como no estaba dentro de la Plaza, no puede asegurar de propia ciencia quién causó este fuego, pero, según la voz general de todos los que salían de la Ciudad,los aliados fueron los que principiaron el incendio, desde la casa de la viuda de Soto, o Echeverría, en la calle Mayor; ésta voz común y el haber notado el testigo en los días sucesivos que aparecía nuevo fuego en partes distintas de la Ciudad, que no estaban en contacto unas con otras, y lo que el mismo testigo observó dentro le hacen creer que los aliados fueron los que incendiaron la Ciudad.

 Al quarto, dixo que el día seis o siete de Septiembre, quando ya toda la Ciudad estaba abrasada, permanecía ilesa y sin fuego en ninguna de las inmediaciones la hilera de casas que hay desde el Quartel de San Roque hasta la casa de Urdinola, y al quarto de hora notó que ardía ya el quartel y desde él se iba comunicando progresivamente a las casas inmediatas con tal actividad que, a poco rato que salió de la Ciudad, observó que tomó gran cuerpo el fuego y se quemaron para el día siguiente o inmediato todas las casas hasta la de Urdinola, en la que el día diez encontró él mismo una caña hueca, como de un palmo de largo, cargada por dentro de algunos mixtos y barnizada por fuera con un baño de resina o alquitrán; y, como los aliados eran dueños hace días de toda la Ciudad y los franceses no dispararon desde el castillo ningunos proyectiles incendiarios ni bombas ni granadas, infiere, a no poderlo dudar, que ellos fueron los causantes de este incendio.

Todas las casas vecinas del cuarte de San Roque fueron incendiadas sobre el día 6 de Septiembre, quemándose toda la hilera completamente.

Al quinto dixo que ignoraba su contenido.

 Al sexto, dixo que tiene oído que las personas que sacaban algunos efectos de la Ciudad eran robados por los aliados a la salida e inmediaciones de la Plaza, y, según le aseguró don José Vicente Echegaray (136),  de este comercio, le robaron un relox de oro, de valor de nueve onzas, fuera de la Ciudad.

 Que el mismo deponente vio que, a los quince días después de la rendición de la Plaza, un Bergantín de guerra ynglés, que fondeó el diez de Septiembre, robó el fierro de los almacenes, sacándolos de entre escombros; llevó varias anclas y cables, se apoderó de todas las lanchas del muelle, pertenecientes a particulares, incluso el bote de la Aduana, los numeró y trató de llevarlas después de componerlas, y el deponente tubo que reclamar el bote de la Aduana, señalado ya con el número 10.

 Que el veinte y quatro del mismo mes vio que la tripulación de una cañonera ynglesa, que hoy está en el Puerto, robó balcones de fierro que había entre escombros, los quales fueron trasladados al Bergantín ya citado; que vio también a la misma tripulación, yendo con ella su comandante, robar hasta los candeleros dorados de madera de San Vicente, lo que pueden deponer varios que también lo vieron. (137).

 Al séptimo, dixo que el testigo no vio ni ha oído tampoco que los franceses hubiesen tirado sobre la Ciudad bombas, granadas ni ninguna, cosa incendiaria desde que se retiraron al castillo.

 Al octavo, dixo que el testigo no vio imponer castigo a ningún aliado por los excesos cometidos en esta Ciudad y solamente ha oído que dieron algunos palos a uno por los robos que cometió.

 Al noveno, dixo que serán, como unas quarenta las casas que se han salvado del incendio y que quasi todas están situadas al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por cierto, baxo del juramento prestado, en que seafirmó, ratificó y firmó, asegurando ser de edad de veinte y seis años cumplidos, y en fe de todo, yo el Escribano. Yturbe.

 Joaquín María de Jáuregui.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (133) Joaquín María de Jauregui Torras fue bautizado en la Basílica de Santa María del Coro de San Sebastián el 8 de Octubre de 1787. Eran sus padres José María Jauregui Echaniz y Josefa Antonia Torras Rivas.

 (134) Ver pie de página nº 12.

 (135)Se trata sin duda de D. Claudio Droville.

 (136) Testigo nº 42.

 (137) Narra el robo realizado por la HMS Racer. (Ver pie de página nº 183)

Se trata de la antigua goleta, en misión de corsario de los Estados Unidos “Independence”, que fue capturada a finales de 1812. Pesaba 250 toneladas, estaba armada con dos cañones de 6’ y 12 carronadas. Su tripulación la componían 60 hombres. entre 1813 y 1814 se cita al Teniente John Julian como oficial al mando de esta unidad, aunque en otra únicamente se nombra al Teniente Henry Freeman Young Pogson como único oficial a lo largo de toda la vida de la nave en manos de los británicos.

 Testigo 29:

 Don José María de Ezeiza (138), vecino y del comercio de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo, que se hallaba fuera de la Plaza el día del asalto y vio toda la acción desde el alto de Puyu y observó que los aliados eran dueños ya de la Ciudad a las dos de la tarde del treinta y uno de Agosto y que, antes de las quatro, vio llegar a los últimos campamentos de aquellas inmediaciones soldados cargados de efectos robados en la Ciudad y siguieron llegando hasta la noche, en la que durmió en el caserío de Aroztegui.

 Que, a la mañana siguiente, baxó a la Ciudad y notó que seguía aún el saqueo y reynaba tal licencia en la tropa que él mismo fue acometido varias veces para robarle y perseguido con bayoneta por un portugués hasta muy cerca del caserío de Ayete, donde alojaba el General Graham; que, al acercarse a la Ciudad, vio salir un montón de familias de ella en tan lastimoso estado que era capaz de enternecer al corazón más duro, pues casi todos parecían cadáveres, muchos se veían medio desnudos, otros, aunque bien acomodados de fortuna, descalzos y desarrojados, muchas mugeres, sin pañuelos en los pechos, maltratadas contusas y heridas; y, de todas éstas, supone que la conducta de los aliados en la noche y tarde anterior fue la más atroz e inhumana que puede explicarse, pues mataron e hirieron a muchos y violaron a casi todas las mugeres, sin perdonar a la niñez y a la ancianidad; que en casa del mismo testigo, número 441, calle de Esterlines (139), sucedió el caso más atroz de que podrá haber pocos exemplares en la historia, pues que, según le aseguraron quatro testigos presenciales, cuya

En la casa del testigo, situada en la calle Esterlines nº 446 se desarrolló uno de los dramas más crueles que nos ha llegado gracias a los testimonios de los testigos. La hilera de casas pegante a la del testigo (1) ardió entre la noche del 2 al 3 de Septiembre, y la del testigo amaneció ese día ya presa de las llamas. Señalo con la estrella (3) la casa del comerciante donostiarra D. Ramón Labroche, que escapó del incendio, y fue el lugar de intercambio y ventas de los sagrados obketos de plata de la Basílica de Santa María, robados por los soldados portugueses.

veracidad conoce, una muchacha de diez y ocho años, de muy buen parecer, que se hallava refugiada en ella, fue violada en la cocina de la segunda habitación, por un soldado ynglés y luego fue muerta por él mismo de un balazo; que, moribunda y bañada en sangre, la pusieron sobre un colchón y, estando en este estado, la quiso gozar otro soldado, y, tomando una manta y soltados los calzones, se tiró sobre ella, a cuyo tiempo llegaron otros que le arrancaron de los brazos de la moribunda. Que el deponente, quando entró en su casa, el día tres, halló el cadáver de esta muchacha en el almacén, encamisa y cubierto de sangre.

Que dicho día primero, viendo el desenfreno de la tropa en todas las inmediaciones de la Ciudad, no se atrevió, ni sus compañeros, a quedar a comer en el caserío de Aroztegui, como lo tenían proyectado, y se retiró a Usurbil.

 Que extrañó mucho más el mal trato que los aliados dieron a los habitantes de San Sebastián al ver las demonstraciones de afectos y benevolencias con que trataron a los prisioneros franceses.

 Que, poco después del asalto, traxeron a las inmediaciones del citado caserío entre ellos a un jendarme español, aborrecido por todo San Sebastián, porque perseguía a sus vecinos por su notoria adhesión a la causa nacional; y que notó con admiración que no eran tratados con igual miramiento unos voluntarios vizcaynos del Batallón del mando de don Miguel Artola, quienes fueron hechos prisioneros en una salida y cogidos por los yngleses en la cárcel, donde se hallaban presos, pues vio que a uno de ellos, el único que tenía mochila, le despojaron de quanto tenía en ella (140).

 Que en el saqueo tubieron parte los empleados en las Brigadas, los asistentes de los oficiales, los soldados de los campamentos inmediatos y hasta los marineros de los transportes, surtos en el Puerto de Pasages.

 Al segundo, dixo que ignora el número fixo de heridos y muertos aunque ha oído nombrar a muchos, y por el pronto recuerda del Presbítero don Domingo de Goycoechea, estando victoreando a los aliados, de don José Miguel Madra, José Larrañaga, Felipe Plazaola, Bernardo Campos, Vicente Oyanarte y otras personas de que no hace memoria; los heridos don Felipe Ventura Moro, Juan Navarro, Pedro Cipitria, que han muerto a resulta de las heridas, don Claudio Droville, don Pedro Ygnacio de Olañeta, tesorero, y don Pedro José de Belderrain, regidor actual de la Ciudad. Y, según notó al tiempo de la salida de la gente del Pueblo, era rara la muger que no estubiese golpeada y maltratada. (141)

 Al tercero, dixo que quando entraron los aliados no había fuego en la Ciudad y, desde el caserío donde estaban, vio por primera vez el fuego, al anochecer del día del asalto, azia el centro de la Ciudad, el qual se fue aumentando durante la noche y, aunque el deponente no vio dar fuego a los aliados, en su concepto fueron ellos los incendiarios, ya porque mucho antes que principiase el fuego los franceses se habían retirado al castillo, de donde no disparaban, y no habiendo en el Pueblo más que los aliados, y los habitantes no era regular que éstos incendiasen sus casas y calles, distintas y separadas, que no se pudieron comunicar mutuamente el fuego.

 Al quarto, dixo que se remite a lo contextuado al capítulo precedente, añadiendo que, según la voz común, usaron mixtos los aliados para incendiar, y lo que el deponente puede decir que el fuego era de tanta actividad que, habiendo encontrado al maestro Arregui en el antigua distante un quarto de hora de la Ciudad, con unos colchones que había sacado de su casa, siguió el testigo a paso tirado a la Ciudad y, quando llegó, no sólo estaba quemada la casa de Arregui (142), sino otras quatro contiguas y la del deponente, que era la quinta, tenía ya fuego por los altos. Que esto sucedió el tres de Septiembre.

 Al quinto dixo que ignoraba su contenido.

 Al sexto, dixo que ha oído decir generalmente que muchos eran despojados a la salida e inmediaciones de la Plaza de los efectos que salvaban y notó que por este miedo muchos tomaban escolta y que tiene oído a don José Vicente de Echegaray (143), de este comercio, le robaron los aliados un relox de oro, que valían nueve onzas.

 Que, al séptimo día después del asalto, unos portugueses que se hallaban alojados en la casa número 228, que hoy existe, propia de don Ramón de Labroche (144), robaron plata labrada y varios cofres, que estaban escondidos en un parage muy secreto; y sucedió lo mismo en la inmediata casa.

 Que, días después de la rendición del castillo, vio a los portugueses, alojados en la segunda habitación de la casa de Labroche, vio pesar y vender en el almacén de la misma casa la plata del servicio de la Parroquia de Santa María y, entre ella, un incensario.

 Que, como el deponente fixó su domicilio en esta Ciudad desde el diez deSeptiembre, vio que el quince un Bergantín ynglés de guerra se apoderó de varias anclas y cables pertenecientes a particulares y al Consulado, así como de todas las lanchas del muelle.

 Que el veinte y quatro del mismo mes vio que la tripulación de una cañonera ynglesa robó balcones de fierro y aun unos candeleros de madera de la parroquia de San Vicente. Que el nombre del Bergantín de guerra es Racer. (145)

 Que los órganos de las dos Parroquias fueron destrozados y robados sus caños y trompetería después de la rendición del castillo, habiendo en ambas guardia de portugueses con oficiales.

 Que aún el diez y ocho de octubre tubo que oficiar el Ayuntamiento con el General español, comandante de esta Plaza, para que impediese el robo de balcones que executaban los yngleses.

 Al séptimo, dixo que el testigo no ha visto ni oído que los franceses, después que se retiraron al castillo, tirasen bombas, granadas ni cosa alguna incendiaria sobre la Ciudad.

 Al octavo, dixo que no ha oído ni visto que ningún aliado fuese castigado por los excesos cometidos en San Sebastián.

 Al noveno, dixo que serán como unas quarenta, poco más o menos, las casas que se han salvado del incendio y que casi todas se hallan situadas al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por verdad, baxo del juramento prestado y en ello se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, manifestando ser de edad de treinta y dos años cumplidos, y en fe de todo, yo, el Escribano. Yturbe.

 José María Ezeiza.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (138)José María Ezeiza Maiz, fue bautizado en la Basílica de Santa María del Coro de Donostia el 16 de Junio de 1782. Sus padres fueron Joaquín Ezeiza Bizcardo y María Ana Maiz Elgarista. Casó en primeras nupcias con Leonarda Labroche de la que enviudará.

Se casó en segundas nupcias, en el mismo templo, con Josefa Antonia Aguirre Miramón Echanique el 24 de Marzo de 1818. Tuvieron cuatro hijos y una hija.

      Asistió a la primera junta de Zubieta del 8 de Septiembre de 1813, y fue nombrado síndico de la ciudad los años 1811, 1813, 1814, 1816 y 1820. Fue Alcalde la San Sebastián los años 1818, 1833, 1834 y 1835. También perteneció al Consulado de la ciudad.

 (139)En el plano de Ugartemendía esta casa viene señalada con el nombre D. José Ygnacio Vidaurre.

 (140)Seguramente se trate de los prisioneros que realizaron los franceses en la salida del 3 de Julio contra las tropas sitiadoras, que en ese momento eran únicamente españolas, y tuvieron que retirarse ante las columnas francesas, cuyo objetivo era precisamente ese, capturar prisioneros para sonsacarles información.

 (141) Ver pie de página nº 12.

 (142)C/Esterlines nº 446.

 (143)Testigo nº 42

 (144)Sobrevivió al incendio y es la actual nº 38 de la C/31 de Agosto.

 (145)Ver pie de página nº 137

Testigo 30:

 Don Juan Antonio de Zavala (146), vecino de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que se hallava dentro de la Plaza durante el sitio y se hallava en su casa, sita en la calle de Escotilla (147), quando entraron los aliados, al medio día del treinta y uno de Agosto, y, quando toda la gente empezó desde las ventanas y balcones a recivirlos con vivas y víctores, correspondieron con balazos y, dexando de perseguir a los franceses y hallándose éstos aún en el Pueblo, se dispersaron a robar y saquear, cometiendo los mayores desórdenes, a disparar tiros dentro de las casas y violar a las mugeres, según notó por las quejas y ayes de varias y aun presenció él cómo envistieron a algunas.

 Que el deponente, hallándose solo en casa, cuyas habitaciones estaban desocupadas, atemorizado de estos actos, pasó a la inmediata de don José Magra (148), donde se mantuvo aquella tarde y noche, que fue espantosa por los alaridos y lamentos que se oían por todas partes y tiros que se disparaban dentro de las casas. Que, a la noche, hallándose el deponente cerrado en el desván con varias mugeres, sintió que entraron varios yngleses en la habitación en que se hallava don José de Magra, a quien, sin embargo de que poseía la lengua ynglesa y les habló en este idioma, golpearon y maltrataron por quitarle dinero y luego le hicieron subir a la habitación de arriva para que les sirviese de intérprete a fin de sacar dinero al que ocupara dicha habitación, al qual y a su muger embarazada maltrataron también y, habiéndose escapado marido y muger, emprendieron otra vez con el desgraciado anciano don José, a quien, por último, agarrándole entre dos, le arrojaron por la ventana a la calle, donde la mañana siguiente vio el deponente su cadáver y lo metió con otro vecino dentro de una tienda abierta y saqueada ya por los yngleses.

 Que el día siguiente, primero de Septiembre, y su noche, siguió el mismo desorden y desenfreno, a cuya vista y del cuerpo que iba tomando el fuego, noticioso también de que había salido el único alcalde que hasta entonces había permanecido, salió también el deponente a eso de las once de la mañana del dos de Septiembre.

La declaración del testigo nº 30 es interesante ya que es testigo de la muerte de D. José Miguel Magra (1), en la casa pegante a la suya, una de las más comentadas entre el vecindario. También nos señala la dirección que tomaron los primeros incendios, aparecidos en las casas de Soto y de Leizaur (2).

Al segundo, dixo que no es fácil fixar el número de los muertos por la dispersión actual de las familias de San Sebastián y tan solamente recuerda por el pronto del ya citado don José Magra, de don Domingo de Goycoechea, doña Xaviera de Artola y José de Larrañaga; que los heridos deben ser muchos, especialmente mugeres, pues quantas vio la mañana siguiente al asalto se hallavan golpeadas contusas y estropeadas; que Pedro Cipitria y Juan Navarro han muerto a resulta de las heridas.(149)

 Al tercero, dixo que quando entraron los aliados en la Ciudad no había fuego en ella y el testigo no lo observó hasta eso de las ocho de la noche del día en que entraron y, habiendo salido a la calle, a las nueve dadas de dicha noche, vio que ardían las dos ceras de la calle del Puyuelo con dirección desde la casa de Soto, que fue la primera incendiada, y de la otra esquina; que este fuego fue causado sin duda por los aliados, pues que los franceses todos, desde la una y media o dos de aquella tarde, se hallavan retirados en el castillo, desde donde no disparaban sobre la Ciudad.

 Al quarto, dixo que el deponente no vio pegar fuego a ninguna casa, sólo sí a un ynglés alto y rehecho, en la noche indicada, enfrente de la casa de Queheille, que aún no ardía, quien tenía en el suelo un tacho o marmita blanca de oja de lata, llena de un ingrediente de color de grasa de vallena, y sobre la marmita una mecha larga, y que dicho ynglés miraba a las casas de las dos ceras, de lo qual y de lo que posteriormente ha oído por voz general infiere que con aquel ingrediente y mecha incendiaría algunas casas y que los demás se valdrían de iguales mixtos, advirtiendo que en aquelmomento pasaron por aquel parage quatro o cinco oficiales que, aunque vieron al soldado ynglés, no tomaron ninguna providencia.

 Al quinto, dixo que él no vio que los aliados estorvasen apagar el fuego; pero Antonio Alberdi (150), vecino de esta, Ciudad, le aseguró que, habiendo querido cortar el fuego de su casa, le impidieron los aliados y tiene entendido también que al carpintero José Ygnacio de Bidaurre (151), que por orden de la Justicia fue a apagar el fuego de alguna casa, le maltrataron y ahuyentaron.

 Al sexto, dixo que al testigo, quando salió el día dos de esta Ciudad, le robaron unos yngleses, a tiro de fusil fuera de la Ciudad, el capote y una pieza grande yndiana, únicos efectos que había salvado. Y ha oído también y visto que muchos que habían salvado algo fueron despojados por los aliados, ya en el Arenal que va al Antiguo, ya en el camino de San Bartolomé.

 Al séptimo, dixo que no ha visto ni oído que los franceses, desde que se retiraron al castillo ni antes, tirasen sobre la Ciudad bombas, granadas ni cosa alguna incendiaria.

 Al octavo, dixo que tampoco ha visto ni oído que ningún aliado haya sido castigado por los excesos cometidos en esta Ciudad.

 Al noveno, dixo que son de treinta y cinco a quarenta las casas que se han salvado del incendio y, a excepción de unas pocas casucas, pegantes a la muralla, todas las demás y las mejores se hallan situadas al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por ser verdad baxo del juramento prestado y en ello, después de leído, se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, manifestando ser de edad de quarenta años, y en fe de todo, yo, el Escribano. Yturbe.

 Juan Antonio de Zavala.

 Ante mi, José Elías de Legarda.

 (146)Juan Antonio Zabala Caminos fue bautizado en la parroquia de San Marcial de Alza el 23 de Abril de 1771. Sus padres fueron Juan Joseph Zabala Lecuona y María Antonia Caminos Mundubate. Se casó con Josefa Antonia Mutiozabal Aldaco en la Parroquia de San Vicente Martir de Donostia el 7 de Julio de 1800. Fruto de este enlace nacieron cinco hijos, la más pequeña de las cuales tenía sólo dos años en el momento del saqueo. Falleció el 1 de Octubre de 1853, y sus funerales se celebraron en San Vicente.

      Fue uno de los vecinos firmantes del Manifiesto de 1814.

 (147) C/San Gerónimo o Escotilla nº 476.

 (148) D. José Miguel Magra Urquiaga, hombre muy anciano, casado, vivía en C/San Gerónimo o Escotilla nº 477, propiedad de D. Manuel Echevarria. Su muerte fue una de las más comentadas por los testigos, ya que aparece citado por 23 de estos.

 (149) Ver pie de página nº 12.

 (150) Antonio Alberdi, era carpintero de profesión. Testigo nº 53.

 (151)José Ygnacio de Bidaurre es mencionado también por el testigo nº 9.

 Testigo 31:

 Don José Ygnacio de Sagasti (152), vecino de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que salió de la Ciudad, habiendo hecho salir antes a su familia el veinte y siete de Junio (153), dexando criados que cuidasen de sus casas y se fixó en la villa de Usurbil.

 Que la víspera del asalto, treinta de Agosto, deseoso de ver triunfar las armas aliadas y entrar con ellas en su Patria, vino con varios amigos a las inmediaciones de la Ciudad y, desde el caserío de Altamira, que está baxo de tiro de cañón, vio batir la Plaza en todo aquel día y, habiendo dormido en aquella noche en un caserío de Loyola, volvió a la mañana temprano al citado de Altamira, desde donde vio el asalto, que principió a las once de la mañana; que los franceses se resistieron bastante en la brecha pegante a la muralla, pero, desalojados de ella por la bizarría de los aliados, no opusieron sino muy corta en las calles, pues que entre una y una y media se veía correr a los franceses al castillo y a las dos, poco más o menos, no se veían ni se sentían de parte de los franceses tiros en el Pueblo, cuyas extremidades se veían claramente con anteojo desde el caserío de Altamira.

 Que a eso de las tres, poco más o menos, vieron salir todos por la brecha a un montón de soldados, cargados de fardos, por lo que conocieron estaban saqueando la ciudad; que duró esta salida con efectos en toda aquella tarde, habiendo visto que entraban también muchos empleados de las Brigadas con achas a saquear también.

 Que, habiendo dormido aquella noche en el mismo caserío de Loyola del día anterior, salió a la mañana con sus compañeros azia el camino de San Bartolomé por ver si salían de la Ciudad algunos habitantes, como en efecto vieron un montón de familias, cuya vista causaba horror y compasión, pues era difícil conocer a los mayores amigos por lo desfigurados que se hallaban así en sus semblantes como en sus trages, porque muchos no tenían sombrero ni medias, otros en mangas de camisa, otros sin ella, otros descalzos; que la vista de las mugeres era todabía más espantosa, pues que las más se hallaban contusas y golpeadas en la cara y otras partes y sin pañuelos con qué cubrirse los pechos; que, horrorizado de este quadro, empezó a retirarse por el Camino Real, donde, así como todos los demás fueron insultados por los soldados aliados y aun quisieron robar a uno de la comitiva; que el saber o figurárseles que era uno habitante de San Sebastián les irritaba y acometían a qualquiera, por lo que, no considerándose él y sus amigos en aquellos parages, tubieron que abandonar a los parientes y conocidos que acabavan de salir de la Ciudad, retirándose apresuradamente a Usurbil; que de los que salieron entonces y otros muchísimos que se hallaban en la Ciudad ha sabido que la conducta de los aliados no sólo a luego del asalto, sino a la noche, día siguiente y sucesivos, fue la más inhumana y atroz, pues no solamente saquearon mientras hubo efectos que robar, sino que a los víctores y vivas de los habitantes correspondieron con balazos, asesinaron e hirieron a muchos y violaron casi a todas las mugeres sin respetar la niñez ni ancianidad; que tiene entendido que una muchacha, de diez y ocho años, que se hallaba refugiada en casa del comerciante don José María de Ezeiza, fue violada por un soldado ynglés y muerta luego por el mismo de un balazo, y, antes que expirase, se tiró sobre ella otro para gozarla en aquel estado, cuyo acto no le dexaron executar otros soldados que llegaron en aquella ocasión (154). Que los habitantes extrañaron mucho más esta conducta de los aliados al ver que éstos recivían con los brazos abiertos y trataban con el mayor miramiento y muestras de cariño a los franceses cogidos con las armas en la mano.

 Al segundo, dixo que por la actual dispersión de las familias de San Sebastián cree que no se ha averiguado aún el número fixo de los muertos y heridos por los aliados y ha oído en general que fueron muertos el presbítero don Domingo de Goycoechea, don José Magra, la muger de don Manuel Biquendi, José Larrañaga, Vicente Oyanarte, Felipe Plazaola, Bernardo Campos, Martín Altuna, la madre de don Martín Abarizqueta y la suegra de don José de Echániz. Que de los heridos tiene presentes a Pedro Cipitria por la particularidad de ser el encargado para cuidar de la casa del testigo y que fue herido mortalmente en ella por los aliados al tiempo que salió a victorearlos al balcón; que las mugeres que vio salir muchas estaban heridas y las más contusas. (155)

 Al tercero, dixo que notó por primera vez fuego en los maderos de las casas arruinadas de la brecha pequeña de la Zurriola el día treinta de Agosto, víspera del asalto, pero que este fuego, lejos de haberse propagado, lo vio disminuido el día treinta y uno, permaneciendo en los maderos de la brecha; que así, al tiempo del asalto y algunas horas después que entraron los aliados dentro de la Ciudad, no había fuego en ella hasta el anochecer, que se notó en la calle Mayor, y principió, según le aseguraron, en la casa de la viuda de Soto o Echeverría; que la mañana siguiente ya se veía fuego en partes distintas de la Ciudad a donde no pudo comunicar el primer fuego, por cuya razón, por la voz pública y general y porque vio él mismo que el primer fuego apareció horas después que los soldados eran dueños de toda la Ciudad y que los franceses se hallaban retirados en el castillo, de donde no dispararon cosa ninguna incendiaria, cree sin duda que los aliados han sido los incendiarios.

 Al quarto, dixo que él no vio pegar fuego a ninguna casa, pero que ha oído hay varios que lo vieron y que se valían de mixtos para el intento.

 Al quinto, dixo que a los carpinteros que cuidaban de su casa y quisieron con sábanas mojadas apagar el incendio que principió en ella se lo estorvaron los aliados, según le han asegurado. (156)

 Al sexto, dixo que ya tiene declarado que a uno de sus amigos, la mañana del primero de Septiembre, quisieron robar los aliados en el camino Real y que ha oído que en los días sucesivos muchos que salvaron algunos efectos eran robados por los aliados a la salida e inmediaciones del Pueblo.

 Al séptimo, dixo que los días que se mantuvo a la vista de la Ciudad no dispararon los franceses, ni antes ni después de retirarse al castillo, bombas, granadas ni ningunos proyectiles incendiarios sobre el cuerpo de la Ciudad ni ha oído que hubiesen disparado después.

 Al octavo, dixo que no vio ni ha oído que ningún aliado fuese castigado por los excesos cometidos en esta Ciudad.

 Al noveno, dixo que son unas quarenta casas, poco más o menos, las que se han salvado del incendio y casi todas, formando una hilera, están situadas al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por verdad baxo del juramento prestado y en ello, después de leído, se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser de edad de treinta y siete años, y en fe de todo firmo yo, el Escribano. Yturbe.

 José Ygnacio de Sagasti,

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (152) Fue Regidor de la ciudad los años 1801 y 1809. En el plano de Ugartemendia, su viuda aparece como propietaria de las casas nº 196 de la calle de San Vicente, y nº 244 y 245 de la calle de Narrica, una de esas últimas, con el bajo alquilado a D. Eugenio Garcia para abrir su relojería (Testigo nº 62).

 (153) El bloqueo de la plaza no había comenzado todavía. Ese día el General Foy visitó la ciudad durante media hora, designó las unidades que la defenderían, y comenzaron las primeras requisas de armas entre la población.

 (154) Ver también la declaración de José María de Ezeiza, testigo nº 29, propietario de esa casa.

 (155) Ver pie de página nº 12.

 (156)Las propiedades de Sagasti estaban situadas en la calle San Vicente nº196 y en la calle Narrica números 244 y 245.

 Testigo 32:

 El doctor don León Luis de Gainza (157), presbítero, cura párroco que ha sido de la Parroquia de San Vicente durante el sitio, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que en la tarde del dia treinta y uno de Agosto, después que se apoderaron los aliados de la Plaza, subieron a casa del testigo unos diez soldados, acaudillados por un sargento con su sable desembaynado, quienes entraron en la sala de la segunda habitación, en donde se hallaba, le pidieron el dinero que tenía y, siendo poco el que les entregó, porque no tenía más, y viendo que estaban empeñados en que les diera otra vez, temeroso su hermano, que se hallaba presente, de que si no les contentaba de algún modo, podían tener malas resultas, les dio de lo suyo lo que tenía, con lo qual se despidieron; que, a poco rato, vinieron otros al primer piso, en donde se hallaba con la familia que la habitava y allí sufrieron bastante a causa de que no tenían dinero que darles, pero la ropa blanca que había era abundante hacía sus veces y les aseguró por algún rato de todo mal tratamiento personal hasta que, habiendo faltado este recurso, uno de los que llegaron, que según su vestido parecía mozo de brigada, le pidió dinero; como no tenía ni otra cosa con qué contentarle, le llevó los zapatos con sus villas; otro hizo igual petición y, como tampoco tenía que darle, le obligó a darle la camisa que tenía puesta.

 Que estas entradas y salidas se succedían unas a otras y cada vez eran más temibles, porque no había recurso ninguno; así es que entre los que vinieron posteriormente le importunó mucho uno porque le diese dinero y, viendo que no le daba, le amenazó con la bayoneta y aun le llegó a hacer un rasgón con ella en el muslo y pudo contenerle un soldado que estaba presente, cuya protección imploró y se mantuvo a súplica suya en la pieza en que se hallaba reunido con un hermano, sobrino y otras personas que vinieron, en todo como unas veinte, y dicho soldado evitó algunos excesos que hubiera cometido, particularmente uno mal vestido, que no era militar, pero que contaba con un fusil y se mezclaba donde estavan los soldados; que así se pasó algún tiempo sin que hubiesen sido molestados y que, siendo bien entrada la noche, vino una porción de soldados pidiendo aguardiente y, no pudiéndoles dar, porque no tenía, le llevaron consigo, hallándose sin zapatos y en la forma que le pusieron los primeros que le robaron, a la calle y le hicieron ir con ellos a tres tiendas en donde se vendía y, visto por sí mismo que no había, volvieron a casa y, después de haberse mantenido un rato, salieron sin hacerles más demonstración; que luego subieron otros y uno le amenazó disparar con el fusil y lo cebó con este intento, pero el otro soldado, que hablaba castellano y le dijo el testigo que era sacerdote, le contubo de modo que, si no hubieran estado el soldado antes citado y éste, el uno ynglés y el otro portugués, hubieran peligrado sus vidas; que, siendo ya muy tarde, marcharon aquellos dos buenos soldados por más instancias que les hizo, temiendo que volviesen otros soldados no estando ellos, como efectivamente entraron y hablaron entre sí, baxo, en el tránsito, de que inferió tenían malas intenciones, por lo que procuró huir y subió al texado, en donde pasó el resto de la noche, pero que supo a la mañana que no hicieron ningún mal éstos.

 Que, viendo que el día dos seguía el mismo desorden y se propagaba el fuego, salió de la Ciudad y ha oído que en estos tres primeros días, particularmente en la primera noche, varias relaciones de violencias cometidas por las tropas aliadas en personas de otro sexo y aun en el mismo deponente, sintió por dos veces unos quexidos lastimeros que indicaban que la muger que los daba experimentaba algún mal tratamiento en su persona.

 Al segundo, dixo que el presbítero don Domingo de Goycoechea fue muerto en la misma tarde del asalto de balazo y también un chocolatero que vivía en la calle de Echagüe o Embeltrán, que ha oído después haber habido otros muchos muertos y heridos, cuyos nombres y apellidos no tiene presentes.(158)

 Al tercero, dixo que la noche de la entrada de las tropas, quando salió con los soldados en busca de aguardiente, que serían a su parecer entre las nueve y diez de la noche, se veía el resplandor de la casa que ardía, que no pasaron por la calle en donde estava el fuego, pero quando salió al texado, conoció dónde podía ser y el día siguiente supo que era la casa de la viuda de Soto, que hace esquina a la calle Mayor, yendo de la de Pescadería vieja; que hasta entonces no se notó incendio allí ni en otra parte en el recinto de la Ciudad, por lo qual está intimamente persuadido a que fue causado por las tropas que entraron por asalto.

 Al quarto, dixo que no ha visto dar fuego a la citada casa ni a ninguna, otra.

 Al quinto, dixo que ignora su contenido.

 Al sexto, dixo que salió de la Ciudad al tercer día de la entrada de los aliados, a eso de las diez y media de la mañana, y, habiendo estado diez o doce días en un caserío, junto a Huba, con su hermana y después en Aya; por tanto no sabe lo ocurrido después de dicho día.

 Al séptimo, dixo que durante su estancia en la ciudad no ha visto ni oído que los franceses hayan tirado bombas, granadas ni proyectiles incendiarios sobre el cuerpo de la Plaza.

 Al octavo, dixo que no ha visto ni sabido que haya ido castigado ningún soldado aliado por los excesos cometidos en San Sebastián.

 Al noveno, dixo que las casas que se han salvado del incendio son como unas quarenta, poco más o menos, y las más forman una hilera al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado y en ello, después de leído, se afirmó, ratificó y firmó déspués de su merced, asegurando ser de edad de quarenta y seis años, y en fe de todo, yo el Escribano Yturbe.

 León Luis de Gainza.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (157)León Luis de Gainza Carrera fue bautizado en la parroquia de San Vicente Martir el 28 de Junio de 1767. Sus padres fueron Bernardo Joaquín Gainza Leyza y María Theresa Carrera Arrieta. Desde el 23 de Octubre de 1809 ejercía como vicario inetrino de la parroquia de San Vicente. Destacó en su esmero particular en el cuidado de los heridos prisioneros aliados, capturados tras el fracasado asalto del 25 de Julio. Su parroquia había sido convertida en hospital de sangre. Él se encargaba de pasear, incluso asidos entre sus brazos, a los heridos aliados por el atrio para orearlos. A pesar de esta actitud, no se libró del saqueo.

 (158) Ver pie de página nº 12.

 Testigo 33:

 Don Bartolomé de Olózaga (159), vecino y del comercio de esta Ciudad y actual Cónsul de su Ylustre Consulado, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que salió de la Plaza el veinte y nueve de Junio, dejando todo quanto tenía en ella y permaneció en la villa de Usurbil hasta el treinta de Agosto, en que, noticioso que se había de dar el asalto aquel día o el siguiente, vino con don José Ygnacio de Sagasti y otros a las inmediaciones de la Ciudad y vio batir la Plaza el treinta desde el caserío de Altamira, que está baxo tiro de cañón, y que, habiendo dormido aquella noche en un caserío de Loyola, volvió a la mañana con otros amigos al de Altamira. Los aliados eran dueños de toda la Ciudad para las dos,  pues, aunque los franceses hicieron buena resistencia en la muralla contigua a la brecha, vencida ésta, no resistieron mucho en las calles.

 Que, a eso de las tres o tres y media, vio que salían muchos aliados de la brecha cargados de fardos de lo que habían saqueado y que otros, y aun los empleados en brigadas, entraron en la Plaza también a saquear.

 Que, a la mañana siguiente, fue con sus compañeros azia el camino de San Bartolomé por ver a los habitantes que salían de la Ciudad  le pesó haberlos visto por el mal rato que le causó su vista, capaz de enternecer a un corazón de bronce, pues venían tan desfigurados en sus semblantes y trages que aun a los mayores amigos era difícil conocer, porque venían sin sombreros y descalzos muchos y los más desarropados; que las mujeres presentaban aún quadro más lastimoso, porque las más venían golpeadas y muchas con los pechos descubiertos.

 Que, habiendo empezado a retirarse por el camino Real, era tal el desenfreno de los soldados que les insultaron muchas veces y uno de ellos quiso robar al testigo, por lo que se retiraron apresuradamente a Usurbil.

 Que de las personas que salieron supo que la conducta de los aliados con los habitantes fue la más atroz, pues no sólo saquearon quanto tenían, sino que a los vivas correspondieron con balazos, mataron e hirieron a muchos y violaron casi a todas las mugeres sin respetar a niñas ni ancianas.

 Que tiene oído por cosa cierta que una muchacha de diez y ocho años, refugiada en casa de Ezeiza, fue violada por un ynglés y, herida mortalmente por el mismo de un balazo y, hallándose con las vascas de la muerte, se tiró otro sobre ella para violarla y le separaron otros soldados. Que a los habitantes chocó más esta conducta, viendo que los aliados trataban con el mayor cariño a los franceses cogidos con las armas en la mano.

 Al segundo, dixo que no sabe ni es fácil averiguar el número fixo de los muertos por la actual dispersión de las familias de San Sebastián, pero que tiene presentes a don Domingo de Goycoechea, presbítero, don José Magra, José Larrañaga, Vicente Oyanarte, Felipe Plazaola, Bernardo Campos, Martín Altuna, la madre de don Martín, Abarizqueta y la suegra de don José de Echániz. Que de los heridos tiene presentes a Pedro Cipitria y Juan Navarro, que han muerto a resulta de las heridas, y otros muchos que ahora no recuerda, especialmente las más de las mugeres que vio salir estaban heridas y golpeadas. (160)

 Al tercero, dixo que vio por primera vez fuego el día treinta, víspera, del asalto, en los maderos de la brecha pequeña de la Zurriola, pero que este fuego no se propagó, como lo notó el día siguiente treinta y uno, y así que, al tiempo del asalto y algunas horas después, no había ningún fuego en el cuerpo de la Ciudad y vio por primera vez al anochecer, en la calle Mayor, y principió, según le aseguraron, en la casa de la viuda de Echeverría.

 Que, a la mañana siguiente, notó fuego en varias partes de la Ciudad que no estaban en contacto unas con otras, por cuya razón y porque no había fuego hasta después que se retiraron los franceses al castillo y por la voz general que reyna entre todos los habitantes cree que los aliados fueron los que causaron el incendio.

 Al quarto, dixo que no vio dar fuego a ninguna casa, pero que ha oído a varios que lo vieron y que se valieron de algunos mixtos.

 Al quinto, dixo que ha oído decir que algunos carpinteros que quisieron apagar el fuego en algunas casas les ahuyentaron los aliados, pidiéndoles dinero y maltratándolos.

 Al sexto, dixo que, como lleva declarado, al mismo deponente quisieron robar la mañana del primero de Septiembre, y que ha oído decir generalmente que a muchos que salvaron algunos efectos fueron robados a la salida e inmediaciones de la Ciudad.

 Que el mismo deponente, a los quince días después de la toma de la Plaza, vio que, al tiempo de sacar los dependientes de la Secretaría de la Provincia papeles pertenecientes a ella de entre los escombros de la casa de Elizalde, habiéndose descubierto unos caxones de azúcar se tiraron sobre ellas unos soldados portugueses y las robaron todas.

 Al séptimo, dixo que mientras estuvo a la vista de la Ciudad no tiraron los franceses ni ha oído que tirasen después sobre la Ciudad bombas, granadas ni proyectiles incendiarios después que se retiraron al castillo

 Al octavo, dixo que no ha visto ni oído que ningún soldado aliado haya sido castigado por los excesos cometidos en San Sebastián.

 Al noveno, dixo que no ha contado las casas que se han salvado del incendio, pero cree que no pasarán de quarenta y que las más forman una cera o hilera en esta calle de la Trinidad y están situadas al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado y en ello, después de leído, se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser de edad de quarenta y cinco años, y en fe de todo, yo el Escribano. Yturbe.

 Bartolomé de Olózaga.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (159) Existe un Bartholomé de Olózaga Beñarán, bautizado el 12 de Diciembre de 1762 en la parroquia de San Martín de Yours de Villabona, que podría ser el comerciante que nos ocupa. Sus padres fueron Miguel Antonio Olózaga Aizpuru y María Josepha Beñarán Garagorri. Se casó con María Josefa Juaquina Yarza Echeveste en la parroquia de San Vicente Martir de Donostia el 7 de Diciembre de 1797. Tuvieron un hijo, José María Lucio, bautizado en San Vicente el 3 de Marzo de 1804.

 (160) Ver pie de página nº 12.

 Testigo 34:

 Fermín Artola (161), vecino de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del ynterrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que se hallava dentro de la Plaza en la casa frente de la Parroquia de San Vicente quando entraron los aliados, al medio día del treinta y uno de Agosto, y, a luego que los vieron en el atrio de San Vicente, salieron hombres y mugeres a los balcones y ventanas a victorearlos con aclamaciones y vivas a los que correspondieron con balazos y mataron a una muger joven (162), que vivía frente de las puertas pequeñas de dicha Parroquia, hiriendo también mortalmente a Pedro Cipitria; que, a luego que entraron unos veinte y quatro yngleses y un portugués en casa del testigo, empezaron a pedir dinero y aun pusieron los fusiles al pecho del testigo y a otros dos hombres, robaron quanto había en casa y, quando salieron, llamaron a un oficial, quien trajo a otros y les dixeron cerrasen bien las puertas, pues que luego se daría la señal del saqueo, y, en efecto, oyeron un clarín (163), a cuyo sonido siguió el romper las puertas y un saqueo completo y todo género de desórdenes, pues sentía desde su casa los ayes y quejas de las mugeres, y vio que muchos andaban por los texados y algunos en camisa, huyendo de la muerte que les querían dar.

 Que toda la noche continuaron los clamores de las mugeres, que eran maltratadas y violadas, y hasta doce muchachas vinieron huyendo a refugiarse a la casa del testigo, al abrigo de los oficiales.

 Que el día siguiente, aun después que se dio licencia a los habitantes para salir, reynaba el mismo desorden, pues robaban y maltrataban a los que encontraban en la calle; que notó que a los cinco oficiales portugueses, alojados en su casa, les trahían los soldados todo lo que saqueaban y escojían para sí lo mejor, como reloxes, anillos, cubiertos de plata y otras cosas de esta calidad y lo de menos valor entregaban a. los soldados.

 Que el deponente salió de la Ciudad al anochecer del dos, viendo que había prendido su casa fuego y por haberle dicho uno de los oficiales que se marchasen, porque todo San Sebastián se quemaría.

 Al segundo, dixo que son muchos los muertos, pero no tiene presentes, sino don Domingo de Goycoechea, una muger joven en frente de la Parroquia de San Vicente, tres ancianas que se quemaron vivas en la calle de los toneleros, por haberle dado los aliados fuego a la casa por debaxo; y una muger de enfrente del muelle le aseguró en el Antiguo, llena de lágrimas, que a una hija suya, de edad de catorce años, después de haberla violado, la dejaron muerta en la cama y que, habiendo perseguido a la misma madre, huyó como pudo con otra hija. Que los heridos deben ser muchos, según lo que ha oído públicamente y según los gritos y quejas de la tarde y noche del asalto, aunque no tiene presentes.(164)

En el recuadro señalo la posición de la casa del Sr. Lardizabal en llamas.

Al tercero, dixo que por primera vez hubo fuego en la Ciudad en los barrios cercanos a la brecha el veinte y quatro de Julio y se apagó por el deponente y todos los demás carpinteros del Pueblo en medio de las granadas y balas que les disparaban los sitiadores, habiendo muerto unos doce de ellos y de otros habitantes y herido algunos (165); que a algunas casas dieron entonces los franceses por robar (166), pero se apagó el fuego para el treinta de Julio, habiéndosequemado y destruido sesenta y tres casas; que, desde entonces, no ha habido fuego alguno en la Ciudad hasta el día del asalto, después que entraron los aliados; y, aunque el deponente, a la tardeada y a la noche, oyó a varias gentes que los aliados habían dado fuego a las casas y que huían de ellas, no lo notó él mismo por haber estado metido en casa hasta la mañana del día primero azia la calle de Falcorena y después en la calle Mayor, que estaba ardiendo; que este fuego no fue dado por los franceses, que huyeron arrojando las armas algunos y todos casi precipitadamente, que no tubieron tiempo de dar fuego a la Ciudad, y, calando se oyeron las primeras voces de fuego, ya los franceses se hallaban en el castillo.

 Al quarto, dixo que la mañana de primero de Septiembre salió a la calle y, habiéndose juntado con otros carpinteros, se dirigió a la casa del doctor con Vicente de Lardizabal, en la calle del Puyuelo (167), por haber oído que había fuego muy cerca de ella; que, habiendo llegado a dicha casa y subido por las escaleras, vio que baxaban unos soldados yngleses con unos cartuchos gordos largos en las manos y, habiendo impedido subir al testigo y sus compañeros, dieron fuego por las escaleras a dicha casa, que ardió al instante: cuya operación vio que se hizo en toda aquella cera y la de enfrente; que vio casi en todas las calles a los soldados que entraban en las casas, primero a reconocerlas, por si había algo que robar, y luego hacían uso de aquellos mixtos que llevaban todos en la mano. Que estos mixtos eran unos cartuchos de palmo y medio de largo y pulgada y media de diámetro, huecos por dentro; que los llenaban de un líquido de color de grasa de vallena, derritiendo primero en unas calderas, pues, antes de convertirse en líquido, era una masa como resina, y, a luego que lo metían en los cartuchos, se congelaba; que para llenar los dichos cartuchos los ponían en hilera, fixados en arena y, en esta disposición, vaciaban a dichos cartuchos aquella masa derritida y, luego, cada uno de los soldados tomaba los que quería y, dando fuego por la boca superior del cartucho, despedía un fuego extraordinario; que la operación y preparación de los cartuchos vio executar el deponente en la calle de Esnateguia o Narrica.

 Al quinto, dixo que ya ha declarado cómo le estorvaron en casa de Lardizabal atajar el fuego y, habiéndose ocupado el deponente con otro en cortar el fuego que por la calle de Juan de Bilbao se dirigía a su casa la mañana de primero de Septiembre, les dijo un oficial portugués que trabajavan en valde, porque toda la Ciudad debía ser incendiada.

 Al sexto, dixo que quando salió el día dos con su muger e hija y un oficial portugués, le robaron dos sacos de ropa unos yngleses cerca de la casa de Misericordia y que el oficial portugués, compadecido de ver que el testigo con su familia había quedado sin nada, les dio de cenar a todos.

 Al séptimo, dixo que no ha visto ni oído que los franceses tirasen sobre la Ciudad bombas ni granadas ni otra cosa incendiaria desde que se retiraron al castillo.

 Al octavo, dixo que vio castigar a un soldado portugués en el atrio de San Vicente con unos cuantos sablazos, que llegarían a sesenta, y le dieron con el ancho del sable en las espaldas.

 Al noveno, dixo que no ha contado las casas que se han salvado, pero sabe que son muy pocas y se hallan las más situadas al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado, en que se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser de edad de treinta y ocho años, y en fe de todo firmo yo, el Escribano. Yturbe.

 Fermín Artola.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (161) Hay una partida de defunción de un Fermín Artola el 5 de Junio de 1863, cuyos funerales se celebraron en la parroquia de San Pedro Apóstol de Igueldo, pero no puedo asegurar que se trate de nuestro testigo.

 (162) Se refiere al asesinato de la mujer del Practicante Cirujano D. Manuel Biquendi.

 (163) Hay varios testigos que narran ese toque de trompeta, coincidiendo en que fue un aviso para que se procediese al saqueo.

 (164) Ver pie de página nº 12.

 (165) Este detalle es importante, por la posibilidad de que las tropas participantes en el fracasado asalto del 25 de Julio, viesen a civiles donostiarras en las zonas de los combates durante y/o  tras el fallido asalto. Esto habría ocasionado las posteriores malintencionadas acusaciones de colaboración con el enemigo, por haber participado incluso en la defensa de las brechas de la ciudad, con sus funestas consecuencias para los civiles tras la toma de la misma. Fue una excusa muy util en ese momento, para que el león británico se lamiera sus heridas, agrandando de esa forma su mala reputación en la campaña peninsular, y ensuciando aún más su honor.

 (166) Los Cazadores de Montaña saquearon en la calle San Juan la casa del agente comercial D. Santiago Blandín. “La casa había sido batida por la artillería, y aprovechando esta situación, tiraron abajo la puerta y se llevaron todo lo que pudieron, dejando el resto destrozado. Muy al contrario de lo que veremos con las tropas aliadas, en este caso se dio inmediatamente orden por parte del Comandante francés de cortar este desorden, y uno de los cazadores fue castigado con mucha severidad.” (AZPIAZU, José Antonio. “1813. Crónicas Donostiarras”. Pág. 30. Edit. Ttarttalo S.L. Donostia 2013.

 (167) C/ Puyuelo nº 333 o 331.

 Testigo 35:

 Don Tomás de Brevilla (168), vecino de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que se hallaba dentro de la Plaza el día del asalto, en su casa, sita, en esta calle de la Trinidad, junto al Palacio del conde de Villa Alcázar, y vio entrar a los aliados a eso de las dos de la tarde, poco más o menos, del treinta y una de Agosto, y que empezó a victorear la gente del Pueblo a lo que correspondieron tirando balazos a las ventanas y balcones que, después de haberse tiroteado un gran rato con los franceses que estaban en el atrio de Santa María y vio hacer prisioneros algunos jeandarme (169), a quienes recivieron con las mayores demostraciones de cariño, lo que extrañó mucho más en vista del trato que dieron a los habitantes, pues, a luego que abrió las puertas el testigo, se le echaron seis soldados y le puso cada uno su bayoneta debaxo do la barba, pidiéndole dinero; que le quitaron quanto tenía y un portugués le rasgó todo el chaleco y camisa con un cuchillo de cocina y, si no se retira, le hubiera abierto pecho y barriga; que un ynglés de un achazo que le dio en un hombro le derribó al suelo; que, saliendo unos, volvían a entrar otros y saqueaban quanto había; que muchas veces se vio en peligro de perder la vida con el fusil apuntado de que le libertaron los lloros y ruegos de diez mugeres que tenía en su casa, especialmente una hija suia, de trece años, que con la mayor intrepidez se tiraba sobre los fusiles de los soldados (170); que, en una de las ocasiones, les pusieron a todos de rodillas cinco soldados, pidiéndoles una peseta, que no tenían que darles; que le costó mucho trabajo y expuso su vida por arrancar de los brazos de un portugués a su hija de trece años que la quería forzar, así como a su muger y demás que se hallaban en casa, y, por evitar esta violencia y las continuos riesgos de perder la vida, que se multiplicaban por momentos, tubieron que abandonar la casa y pasar a la de enfrente, al abrigo de un oficial herido, que allí se hallaba; que, al tiempo de pasar a esta casa, le quiso matar el mismo portugués que antes le arrasgó el chaleco y la camisa; que, habiendo hablado a dos oficiales a fin de que tomasen alguna providencia para contener estos desórdenes, representando a uno de ellos que, según las Leyes de la guerra, en una Plaza tomada por asalto se pasaban a cuchillo a la guarnición y que ellos, dando quartel a los franceses cogidos con las armas en la mano, los trataban con mucho miramiento, y a los vecinos, sus aliados, les daban tan cruel trato, le contextó el uno que hacían bien los soldados, pues que todo era suio, y le respondió el otro callase, que era un pícaro afrancesado, a que repuso el deponente que, lejos de ser afrancesado, le habían castigado los franceses por sus sentimientos patrióticos con diez y siete días de calabozo y quarenta y dos de arresto dentro del Pueblo, pero éste oficial, que era portugués, le echó un bufido y le volvió las espaldas.

 Que a la casa, donde estaba refugiado el deponente con su familia, vinieron varios estropeados y maltratados, entre ellos Xavier de Amenavar (171), chocolatero, de bastante caudal y crédito, quien llegó medio desnudo y refirió a todos que, después de haberle saqueado quanto tenía, le pusieron en cueros, porque descubriese más dinero, le dieron fuego por las palmas de las manos, de las plantas de los pies y de las sienes, como lo notó y conoció y vio el mismo testigo, que le reconoció todas las partes citadas, de modo que estaba desfigurado y causaba compasión su vista; que le refirió que, después de este martirio, le dieron baquetas con las de sus fusiles y, viendo que iba a perder la vida, pudo separarse diciendo que iba por dinero, y, en cueros y con un niño de quatro años en los brazos, al que halló en la escalera, subió al texado y de texado en texado, vino a parar al de don José Francisco de Echanique, en la calle Mayor (172), a quien halló con otro, arrimado a la chimenea, donde se mantuvo hasta la mañana siguiente, en que, habiéndole dado una muger una saya para cubrirse, vino a parar a la casa donde se hallava el testigo.

 Al segundo, dixo que es casi imposible averiguar el número fixo de los muertos por la actual dispersión de las familia de San Sebastián y porque muchas habrán quedado enterradas quemadas dentro de las casas, aunque ha oído decir que llegará a quinientas; pero los que él puede asegurar son: su tía doña Xaviera de Artola, el presbítero don Domingo de Goycoechea una criada, que fueron muertas en una misma casa, con José de Magra, José Larrañaga, Martín Altuna, otra muchacha llamada Vicenta y otros muchos que no tiene presentes; que él mismo vio hasta siete heridos y además el criado de la Posada de San Juan y otros varios. (173)

 Al tercero, dixo que no había fuego en el cuerpo de la Ciudad quando entraron los aliados y la primera vez que oyó voz de fuego, diciendo que lo habían puesto los yngleses y portugueses y que no querían dexar apagar, fue entre siete y media de la tardeada del día del asalto: y que lo dieron por la casa de Soto en la calle Mayor; que este fuego, según oyó entonces, lo dieron los aliados y lo cree el deponente por la voz común, porque en aquel tiempo y mucho antes los franceses estaban ya en el castillo y porque él mismo después vio.

 Al quarto, dixo que el deponente, quando salía el dos de Septiembre, a la mañana, vio que unos portugueses e yngleses dieron fuego a la casa situada enfrente de la Mayora y hace esquina a la de Embeltrán, tirando unos cartuchos gordos y largos encendidos por el zaguán que da a la dicha calle de Narrica y tiene salida y comunicación a la de Embeltrán, de manera que de esta suerte lograban incendiar la cera de esta última calle y la de la otra, que ardían ya quando el deponente salió fuera; que dicha calle de Narrica estaba llena de portugueses, formados en dos filas.

 Al quinto, dixo que ha oído decir que a algunos que quisieron apagar el fuego les estorvaron los aliados.

 Al sexto, dixo que ha oído decir también que a muchos que salvaron efectos les robaban los aliados a la salida e inmediaciones del Pueblo y aun los maltrataban.

 Al séptimo, dixo que, mientras estuvo en la Ciudad, no vio que los franceses tirasen sobre la Ciudad bombas, granadas ni ningún misto desde que se retiraron al castillo.

 Al octavo, dixo que no ha visto ni oído que ningún aliado fuese castigado por los excesos cometidos en San Sebastián.

 Al noveno, dixo que serán como unas quarenta casas las que se han salvado del incendio y quasi todas forman una cera en esta calle de la Trinidad, al pie del mismo castillo, las que se conservaron en concepto del testigo para su alojamiento y ofender desde ellas al enemigo (174).

 Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado en que se afirmó, ratificó y firmó, asegurando ser de edad de quarenta y un años, y en fe de todo, yo el Escribano. Yturbe.

 Tomás Francisco de Brebilla.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (168) No he podido encontrar su partida de bautismo, pero Murugarren afirma que es donostiarra, y lo cierto es que es en esta ciudad en la que se casaron sus padres, Joseph Vicente Brebilla Echeverría y María Clara Ysasa Olaciregui (Parroquia de San Vicente Martir). Thoma Francisco Brebilla Ysasa, se caso en la parroquia de San Miguel de Lazkao (Lazcano) el 23 de Febrero de 1800 con Josefa Ygnacia Albisu Arrieta, con la que tuvo nueve hijos. Durante el momento del asedio y saqueo, estaba embarazada de 8 meses, dando a luz a una niña al mes siguiente en Lazkao, de donde se deduce que la familia de su mujer fue su primera opción para refugiarse tras el desastre.

      Los nacimientos de sus dos siguientes hijos así como su partida de defunción, nos señalan que a partir de 1814 su residencia se fijó en Tolosa. Fallecerá el 27 de Septiembre de 1818, celebrándose su funeral en la parroquia de Santa María de esa localidad.

      Su profesión era la de platero, y fue uno de los firmantes del Manifiesto de 1814.

 (169) Podía haber algún Gendarme aislado que se protegiese en la plaza, pero realmente no había una unidad de la Gendarmerie Imperial en Donostia, ya que el General Foy, el día 27 de Junio, en su rápida inspección a la plaza, retiró un cuerpo de élite compuesto por 500 Gendarmes, que hubieran sido muy importantes para la defensa por tratarse de tropas muy veteranas.

 (170) Tiene que tratarse de su hija María Antonia Dolores, bautizada en la parroquia de San Vicente Martir el 18 de Enero de 1801.

 (171) Murugarren afirma que puede tratarse de Ignacio Xavier Amenábar, natural de Azpeitia, hijo de Ignacio y de María Ignacia, y casado con la donostiarra María Ascensión Guilisasti.Tenían dos hijos.

 (172) C/Mayor nº 547.

 (173) Ver pie de página nº 12.

 (174) Ver pie de página nº97.

 Testigo 36:

 El doctor don Domingo Hilario de Ybaceta (175), antiguo médico de número de los Reales Exércitos, pensionado por su Magestad y, en la actualidad, de los Exércitos Nacionales, que, por su patriotismo, fue conducido a Francia y, regresado, a existido constantemente en calidad de prisionero en esta Plaza, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que se hallaba fuera de la Plaza durante el sitio y permaneció en la villa de Orio hasta el día treinta y uno de Agosto, en que, con la noticia del asalto, se apresuró a ir a la aproximación de la Ciudad y se colocó a tiro de ella, con buen anteojo, con el que vio el ataque y notó que, a las dos de la tarde, eran dueños ya los aliados de la Ciudad; que, a muy luego, reparó salían de la brecha muchos soldados, cargados de sacos, e igualmente, habiendo pasado la mañana del primero de Septiembre al camino Real, vio también a otros muchos soldados de las dos naciones, cargados de despojos del saqueo; que salían muchos habitantes despavoridos, maltratados y varios heridos, y los soldados aliados estaban tan insolentes que, no pudiendo el testigo soportar la presencia de una escena tan horrorosa, se retiró de su presencia; que, preguntados los miserables habitantes que salían en una figura tan lastimosa del recinto de la Ciudad sobre lo que se les había succedido, refirieron los actos más horrorosos e inesperados que experimentaron de parte de unos aliados, a quienes aguardaron con ansia, que ellos mismos eran los que habían pegado fuego a la Ciudad por diversos puntos, atestiguando varios de ellos que los habían visto dar fuego calle por calle y casa por casa y que no se podía esperar se salvase ni una sola.

 Que, no pudiendo caber en la imaginación del testigo un acto tan inaudito, vio a los quatro días en la villa de Orio a dos soldados portugueses, quienes, a pocas palabras que tubo con ellos, le confesaron haber estado en el asalto y en el saqueo, y, habiéndoles hecho ver quán horrorosa era semejante conducta de parte de unos amigos, alcanzados en razones, le respondieron que el soldado hacía lo que le mandaban, de cuya expresión infirió que efectivamente fueron mandados para exercer el robo y las demás atrocidades.

 Al segundo, dixo que ignora el número fixo de los muertos y tan solamente recuerda, entre los muchos que ha oído nombrar, del presbítero don Domingo de Goycoechea, don José Magra, doña Xaviera Artola; que los heridos deben ser muchos según notó en los habitantes al tiempo de la salida, el primero de Septiembre. (176)

 Al tercero, dixo que, a la mañana del asalto, notó con buen anteojo, que sólo había un poco de humo azia la brecha, sin ningún incendio en los edificios interiores ni apariencia de que se pudiese comunicar por el viento norueste que reynaba; que, como a las dos de la tarde, observó que las tropas aliadas estavan apoderados de la Plaza y, como a las quatro, notó, en medio de la copiosa lluvia, una llama de fuego en la calle de Falcorena (177), luego hacia la calle Mayor por la noche.

 Que el primero de Septiembre observó fuego más vivo en la calle Mayor, más tarde azia la Plaza nueva y se acrecentó el de la calle de Falcorena sin que por entonces se hubiese notado en otros puntos. Que, por no haber fuego quando entraron los aliados en la Plaza, haberse descubierto algunas horas después que éstos entrasen en ella que los franceses se habían retirado al castillo y por lo que oyó generalmente a los habitantes que salieron cree que los aliados fueron los que incendiaron la ciudad, además que, después del asalto malogrado del día veinte y cinco, oyó a oficiales y soldados, así yngleses como portugueses, que la Ciudad de San Sebastián había de ser incendiada, dando al testigo como el parabién por hallarse fuera, a cuyas expresiones ni remotamente dio ascenso por entonces.

 Al quarto, dixo que no vio dar fuego a ninguna casa, pero que se remite a lo que ha contextado al capítulo precedente.

 Al quinto, dixo que ha oído decir, sin que se acuerde a quién que los aliados estorvaron en algunas casas el apagar el fuego.

 Al sexto, dixo que la mañana del primero vio que en las inmediaciones de la Ciudad eran robados por los aliados varios habitantes que lograron salvar algunos efectos.

 Al séptimo, dixo que no vio ni ha oído a nadie que los franceses después que se retiraron al castillo, tirasen bombas, granadas ni cosa alguna incendiaria a la Ciudad.

 Al octavo, dixo que no ha visto ni oído que ningún soldado aliado haya sido castigado por los excesos cometidos en esta Ciudad.

 Al noveno, dixo que, según ha oído, son unas quarenta las casas que se han salvado del incendio y están situadas al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado y en ello, después de leído, se afirmó, ratificó y firmó, manifestando ser de edad de treinta y ocho años, y en fe de todo, yo el Escribano. Yturbe.

 Doctor Domingo Hilario de Ybaceta.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (175) Murugarren dice: “Aunque no podemos afirmar que se trate de la misma persona, advertimos que consta que en Diciembre de 1810, un Domingo Hilario de Ibaçeta, natural de Marquina y casado con la ataundarra doña Francisca Ignacia de Arcelus, fue padre de la niña Juana Josefa Francisca, en esta ciudad”.

      Antes del asedio huyó a Orio y fue uno de los firmantes del Manifiesto de 1814.

 (176) Ver pie de página nº 12.

 (177) El testigo señala la aparición de fuego en un punto distinto al que de la mayoría de testigos, como la primera casa incendiada, que es la mencionada a continuación, sita en la calle Mayor. La calle Falcorena es la calle San Juan, muy cercana a las brechas, y por consiguiente a los combates más duros de la jornada, por lo que es casi seguro que este incendio sea consecuencia de los mismos y no de la premeditación por incendiar la plaza demostrada posteriormente.

 Testigo 37:

 Don José Antonio de Eleicegui (178), actual cónsul del Ylustre Consulado de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que salió de la Plaza el veinte y nueve de Junio (179) y permaneció en los Pueblos inmediatos hasta el treinta y uno de Agosto, en el que desde un caserío cercano vio el asalto y que los aliados se hicieron dueños de la Ciudad a las dos de la tarde, poco más o menos; que, a poco tiempo, notó que salían soldados cargados de efectos y que, habiendo salido el día siguiente al camino Real e inmediaciones de la Ciudad con ánimo de comprar algo a los soldados para entregar a sus dueños, vio que aún continuaba el saqueo y halló un montón de habitantes conocidos y amigos suyos, que salían de la Ciudad en el estado más deplorable, desfigurados, desarropados, golpeados y heridos, de quienes supo que la conducta de los aliados en la noche y tarde anterior fue la más atroz e inhumana, pues que saquearon, mataron e hirieron a muchos y violaron casi a todas las mugeres sin respetar a niñas ni ancianas; que, horrorizado de ver estas figuras y por haberle asegurado uno que no se acercase a la Ciudad, porque robaban los aliados, se retiró.

 Al segundo, dixo que no sabe el número fixo de los muertos, pero que ha oído decir lo fueron el presbítero don Domingo de Goycoechea, don José Magra, doña Xaviera Artola, Vicente Oyanarte y otros que no recuerda; que los heridos ha oído decir también son muchísimos y recuerda de Pedro Cipitria y Juan Navarro, llamado el Andaluz, y vio muchas mugeres, maltratadas y golpeadas, al tiempo de la salida. (180)

 Al tercero, dixo que no vio fuego en la Ciudad hasta el anochecer del día del asalto, horas después que los aliados eran dueños de la Ciudad y que los franceses se hallaban retirados al castillo, por esta causa, por lo que ha oído pública y generalmente, está persuadido que los aliados fueron los que causaron el incendio; que en prueba de que no eran los franceses, retirados al castillo, que incendiaban, puede alegar lo sucedido con la casa de su habitación, la que vio que el cinco o seis de Septiembre principió a arder por la segunda habitación, lo que indica que desde ella se le dio fuego.

 Al quarto, dixo que no ha visto dar fuego a ninguna casa, pero ha oído a algunos, que lo vieron, que los aliados daban fuego con unos cartuchos largos.

 Al quinto, dixo que ignora su contenido.

 Al sexto, dixo que ha oído que muchos fueron robados a la salida e inmediaciones de la Plaza y que, a los diez o doce días después de su posesión, rendido ya el castillo y hallándose establecidas en esta Ciudad las autoridades civiles, robaron los portugueses varias caxas de azúcar que se descubrieron en el almacén del testigo; que, algunos días después, unos ingleses robaron del mismo almacén varias barras de fierro y se apoderaron también de algunas anclas de particulares; que, habiendo reclamado el deponente sus barras del comandante de un Bergantín de guerra ynglés (181) a donde las condugeron, sirviéndose de don Manuel de Arambarri como yntérprete, contextó que él no conocía más autoridad ni dueño que al Lord Wellington, y, aunque le pidió recivo para constar el número de las barras en el caso de que S. E. las mandase restituir, no le quiso dar dicho comandante.

 Al séptimo, dixo que no ha visto ni oído que los franceses, después de retirarse al castillo, tirasen sobre la Ciudad bombas, granadas ni cosa alguna incendiaria.

 Al octavo, dixo que no ha visto ni oído que ningún soldado aliado haya sido castigado por los excesos cometidos en San Sebastián.

 Al noveno, dixo que no ha contado las casas que se han salvado del incendio, pero que, según ha oído, serán poco más de quarenta y se hallan situadas al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado y en ello, después de leído, se afirmó, ratificó y firmó, asegurando ser de edad de veinte y nueve años y dando fe de todo firmé yo el Escribano. Yturbe.

 José Antonio de Eleicegui.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (178) En Octubre de 1813 fue elegido como primera autoridad del Consulado de San Sebastián junto a D. Bartolomé Olózaga. Falleció el 19 de Diciembre de 1819, después de haber testado ante el escribano Soraiz (Murugarren).

 (179) Tuvo que abandonar la ciudad ese martes 29 de Junio por la mañana, ya que esa misma tarde comenzaron los combates entre los defensores y las tropas españolas por la toma del convento de San Bartolomé.

 (180) Ver pie de página nº 12.

 (181)Este oficial tiene que ser el comandante de la HMS Racer (ver pie de página  nº137), que  estaba capitaneado por el Teniente John Julian.

Nació en Plymouth en noviembre de 1778, se alistó en la marina real como guardiamarina a bordo de la fragata HMS Druide, mandada por el Capitán Joseph Ellison, en noviembre de 1793. También sirvió bajo el mismo oficial en el navío de línea HMS Estándar, de 64 cañones, de cuyo buque fue trasladado al HMS Captain, de tercera clase, comandado sucesivamente por los capitanes John Aylmer y Sir Richard J. Strachan. Su primera comisión tiene fecha 27 de diciembre de 1799.

El 9 de noviembre de 1800, al Teniente Julian, se le envía al sloop HMS Havock del capitán Philip Bartholomew, con el que sufrió un naufragio en la bahía de St. Aubyn, Jersey. Logró con dificultad llegar a la orilla, después de permanecer durante casi doce horas entre la vida y la muerte. En el inicio de esta guerra servirá bajo los capitanes John Child Purvis y Edward Codrington, en el HMS Royal George, de primera clase, y HMS Orion, de 74 cañones; este último formó parte de la flota de Nelson en la batalla de Trafalgar. Después pasará cinco años como primer teniente del HMS St. Albans, de 64 cañones, al mando del Capitán Francis William Austen, y en el HMS Boyne, de  98, del Contraalmirante Sir Harry Neale. En 1812, comandó el bergantín HMS Teaser, con el que escapó de la fragata francesa Arethusa, después de una persecución de dos noches y tres días, a distancia de tiro de mosquete. Su último nombramiento naval fue, el 2 de junio de 1813, en la goleta HMS Racer, en cuyo buque continuó hasta ascender al rango de comandante el 15 de junio de 1814. Falleció en 1828en Kingsbridge, condado de Devon, mientras formaba parte del servicio de guardacostas, dejando ocho hijos, el mayor de solo dieciséis años.

(“Royal Naval Biography; or, Memoirs of the Services of all the Flag-Officers, Whose Names appeared on the Admiralty List of Sea-Officers at the commencement of the year 1823, or who have since been promoted”. Vol. IV. Part.I. London. 1833)

 Testigo 38:

 Nicolás de Sarasti (182), testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que se hallava dentro de la Plaza durante el sitio y el día del asalto, en el qual, a eso del medio día, vio entrar los aliados por la calle de San Lorenzo y, al llegar a la esquina de Narrica, el deponente y todas las de las vecindades que vivían en la de Esterlines empezaron a victorear y gritar ¡vivan los aliados! y ¡viva España!, pero, viendo que un soldado, vestido de azul (183), disparó un tiro al balcón de la casa vecina de Ezeiza (184), atemorizados, todos cerraron las ventanas y a luego empezó el saqueo y los mayores desórdenes de modo que para la una habían muerto a bayonetazos en la vecindad a una muchacha joven, llamada Juana, dejándola en cueros; que entraron también en casa del testigo y le robaron quanto tenía y un soldado ynglés, baxo de cuerpo, haciéndole poner de rodillas, porque no le daba dinero le disparó a boca de jarro y le quitó hasta la camisa, dexándole en cueros, con sólo los calzones; que una hija suia de once años pedía auxilio a la madre, clamando que iban a matar al deponente, a que respondió que no podía socorrer, porque ella misma, que se hallaba en otra habitación, se veía en el mismo peligro; que hubiera sido muerto seguramente a no haberle aplacado, poniéndose de rodillas, besándole las manos y a fuerza de ruegos de su hija; que a un tío del comerciante Ezeiza vio que le maltrataron extraordinariamente en la misma calle, poniéndole en cueros, porque descubriese dinero; que oió gritos y lamentos de mujeres que eran violadas y aquella noche fue espantosa, aunque en casa del deponente no hubo desórdenes en ella; que a todos los demás vecinos del Pueblo ha oído quejarse de iguales malos tratamientos recividos de los aliados.

El testigo nº 38 nos indica el origen del fuego durante el asalto fracasado del día 25, destacando que se tardó en apagar cinco días, consumiéndose en él unas cincuenta casas. Esta actuación por parte de los donostiarras de apagar el incendio, es la ya mencionada en el pie de pág. nº165.

Al segundo, dixo que ha oído decir que ha habido muchos muertos y heridos y de ellos recuerda por el pronto del presbítero don Domingo de Goycoechea y dos chocolateros.(185)

 Al tercero, dixo que por primera vez hubo fuego en esta Ciudad por aquello de Santiago (186), habiendo dado principio por la casa de Arribillaga (187), junto a la brecha, en cuya extinción trabajó el testigo a una con otros carpinteros del Pueblo, y se logró apagarlo enteramente a los cinco días, habiéndose quemado unas cincuenta casas; que quando entraron los aliados no había fuego en la Ciudad y el testigo no lo notó hasta el primero de Septiembre, a la mañana, en la calle Mayor, donde vio a unos yngleses pegar fuego con unos cartuchos largos a una casa cercana a la botica, por la primera habitación, lo que notó por haber seguido a dichos yngleses a observar lo que hacían, a uno con otros dos compañeros caseros, y que luego ardía dicha casa, y por lo mismo cree que los aliados causaron el incendio de la Ciudad.

 Al quarto, dixo que se remite al capítulo precedente.

 Al quinto, dixo que vio, a eso de las diez de la mañana del primero de Septiembre, colocadas centinelas en las quatro esquinas de la calle Mayor y en la de la Escotilla, que impedían entrar en la calle intermedia, que estaba ardiendo.

 Al sexto, dixo que al deponente, que salió el día dos, a las once, le quitaron lo que llevava los aliados en la calle de la Escotilla, a su hijo en la Puerta de tierra y a su mugar la ropa blanca que llevava en un atito le robaron en el Prado o Glacis.

 Al séptimo, dixo que no vio ni ha oído que los franceses tirasen a la Ciudad, después que se retiraron al castillo, bombas, granadas ni otra cosa alguna incendiante.

 Al octavo, dixo que no ha visto ni oído que ningún soldado aliado haya sido castigado por los excesos cometidos en San Sebastián.

 Al noveno, dixo que no ha contado las casas que se han salvado, pero que está a la vista que son pocas y se hallan situadas al pie del castillo.

 Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado, en que se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser de edad de cincuenta y seis años, y en fe de todo, yo el Escribano. Yturbe.

 Nicolás de Sarasti.

 Ante mí, José Elías de Legarda.

 (182) Nicolás de Sarasti Zozaya fue bautizado en la parroquia de San Esteban de Oyarzun el 11 de Julio de 1855. Sua padres fueron Salvador Sarasti Olano y María Ygnacia Zozaia Urtizberea. Se casó en la parroquia de San Vicente el 26 de Mayo de 1795 con Manuela Aramburu, con la que tuvo un hijo y dos hija.s. Falleció sólo mes y medio después de esta catástrofe, el 18 de Noviembre de 1813, celebrándo sus funerales en la parroquia de San Vicente Martir de Donostia.

 (183)Color del uniforme de los soldados portugueses.

 (184)C/Esterlines nº 451.

 (185) Ver pie de página nº 12.

 (186)Se refiere a la festividad del Apóstol Santiago, es decir, al asalto fallido del 25 de Julio de 1813.

 (187)D. Francisco de Arribillaga era propietario de la casa nº 344 de la calle San Juan.

 Testigo 39:

 Vicente Ybarguren (188), vecino de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:

 Al primero, dixo que se hallaba dentro de la Plaza con su muger, hija y José de Gamboa (189), cuidando de la casa de la señora viuda de Bermingham y su hijo don Joaquín, en la calle de Arriva (190), durante el sitio, y vio entrar a los aliados por dicha calle, a eso de la una y media del treinta y uno de Agosto, y, quando conocieron a los yngleses, salieron a las ventanas, llenos de gozo, a palmotear y darle la bien venida, y, aunque su muger, que se asomó la primera, correspondió con el pañuelo un oficial, a los demás encaró el fusil con el gatillo preparado un granadero ynglés; que luego empezaron a batir la puerta un ynglés y un portugués, y, habiéndola abierto, les hicieron reconocer y subir todas las habitaciones y se contentaron con quitarles el dinero que tenían y se despidieron y salieron después de vaciar a su corneta una botella de aguardiente que les dio el testigo y su familia; que luego vino otra gran porción de soldados aliados y empezaron a disparar tiros a la puerta del almacén, que fueron tantos que incendiaron un gergón que había en él y lo apagó el deponente, entrando en el almacén, entre balazos, con un caldero de agua, que le proporcionó un ynglés; que éstos les atemorizaron tanto que baxaron al sótano y, rompiendo la puerta de él, entraron cinco, quienes quisieron violar a las tres mugeres que allí se hallaban, y, habiendo podido libertar el testigo a su muger e hija, violaron a la otra; que, en vista de esto, abandonaron la casa, su muger fue a la otra casa vecina y estuvo escondida en el común, el deponente, que no abandonó a su hija, salió a la calle y allí le arremetieron unos soldados con intento de forzar a su hija, de cuyo apuro le libertó un sargento alemán (191) con la condición de que le enseñase casa en que robar; que se hallaba entonces en mangas de camisa y en esta postura fue a la calle Mayor, a casa de Gamboa, y, habiendo notado desde allí que estaban saqueando la casa de don Pedro Salas (192), se dirigió a ella el sargento, y el deponente hizo entrar a su hija en casa de don José Francisco de Echanique (193), donde pasó tres horas debaxo de una escalera y después se agregó a varias familias que en ella se hallaban refugiadas; que el testigo volvió solo a su casa y en el camino le acometieron unos portugueses, amenazándole de quitar la vida con bayonetas y puñales si no les daba dinero y, no pudiéndoles dar, porque no tenía, le registraron todas las partes secretas de su cuerpo, hasta soltarle los calzones y arrancarle un braguero que usa por precaución y lo hicieron pedazos, pensando que contenía dinero; por fin salvó la vida por el relox que les dio; que otra partida de aliados le acometió también, queriéndole quitar la vida con las bayonetas puestas al pecho y con una acha que amenazaba descargar sobre él un portugués, y, hallándose en aquel apuro, puesto de rodillas, pidiendo le dexasen la vida, pues que no tenía un cuarto, viendo que no surtían efecto sus ruegos, gritó en toda la calle le prestase alguno siquiera una peseta y una buena vieja, compadecida de sus lamentos, alargó tres pesetas que tenía añudadas en el pañuelo, con el que le dexaron; que de otro riesgo enteramente semejante le libertó un muchacho, dando una peseta, y ha oído después que hirieron al tal por esta causa; que, no creyéndose seguro en casa, pasó a un horno de la callejuela o velena de Perujuancho, en cuyo común estaba metida la muger del testigo, y él se metió entre unos sacos con otras dos viejas, pero aun allí les halló un soldado, que andaba registrando todos los rincones con un tizón, y, sacando un puñal, le intimó iba a matarle con él si no le daba quince duros; que el deponente, sin recursos ningunos, puesto de rodillas, le hizo mil súplicas, pidiendo misericordia, oyendo todo este pasage su muger, afligida, desde el común, y por fin pudo aplacarle y, habiendo subido dicho soldado a la habitación de arriva, se aprovechó de esta ocasión y salió a una con su mujer para su casa, donde, según les gritaron, había tres yngleses buenos alojados, en cuya compañía pasaron la noche, agazajándolos con aguardiente y con lo que tenían. Que, a la mañana, se les agregó la hija y, sintiendo desde el almacén, donde se hallaban, que subieron muchos soldados a saquear y que estaban saqueando toda la casa, salieron todos a la calle y, andando por ella sin destino y morados, así como andaban otros muchos, les ofreció su casa doña Josefa Ygnacia Urdalleta (194), la que tenía consigo dos oficiales, el uno herido, con un sargento; subieron a su amparo y allí prorrumpió el deponente en un copioso llanto, viendo libre con su familia de los riesgos y sustos que había padecido, y permanecieron allí hasta su salida, que la verificaron a eso de las dos de la tarde, habiendo perdido quanto tenían.

 Que iguales malos tratamientos sufrió todo el vecindario, pues por todas partes no se oían sino ayes, gritos y llantos.

El testigo salió de su casa en la calle Campanario nº 511 hacia la calle Mayor para mostrar a un sargento una casa buena donde robar. En esa calle su hija se escondió en la casa de José Francisco Echanique (1), y regresando sólo a su casa sufrio nada menos que tras asaltos (2), optando por resguardarse en la callejuela de Perujuancho, donde fue nuevamente asaltado (3).

Al segundo, dixo que no sabe el número fixo de muertos y recuerda solamente del presbítero don Domingo de Goycoechea, doña Xaviera Artolay una criada, don José Magra, José Larrañaga y Felipe Plazaola; que ha oído hablar de varios heridos que no recuerda, pero tiene presente por su singularidad las que causaron los aliados a Xavier de Amenavar, sobrino del testigo, chocolatero acaudalado, que entre géneros y metálico habrá perdido sin duda en el saqueo más de doce mil pesos; que este hombre veraz, y su hermana le han referido que, no teniendo qué dar ya, le pusieron en cueros y le dieron fuego por las plantas de los pies y por las sienes y luego baquetas para que descubriese dinero, y, al fin, huyó por los texados con un hijo suio de dos años en los brazos; y que el dicho Amenavar se halla actualmente enfermo en Rentería. (195)

 Al tercero, dixo que no había fuego ni asomo de él quando los aliados entraron en la Ciudad y que por primera vez lo vio el testigo azia el anochecer del día del asalto en la calle mayor y casa de la viuda de Soto, y, como los franceses se hallaban hace horas en el castillo y vio en la misma calle Mayor e inmediaciones de la casa a los soldados aliados, que no cuidaban de apagarlo, cree, como ha oído a todos, que ellos fueron los que causaron el incendio.

 Al quarto, dixo que no vio dar fuego a ninguna casa.

 Al quinto, dixo que ignora su contenido.

 Al sexto, dixo que al deponente, quando salía de la Ciudad, le robaron en el camino cubierto el pañuelo un portugués y ha oído a varios que a muchos, que logravan salvar algunos efectos, les robaban en las inmediaciones de la Ciudad y su salida.

 Al séptimo, dixo que no ha visto ni ha oído a nadie, que viese que los franceses, después que se retiraron al castillo, tirasen bombas, granadas ni cosa alguna incendiaria sobre la Ciudad.

 Al octavo, dixo que no vio ni ha oído que ningún soldado aliado fuese castigado por los excesos cometidos en San Sebastián.

 Al noveno, dixo que heran de treinta y ocho a quarenta las casas que se han salvado del incendio y se hallan situadas al pie del castillo las que se salvaron en concepto del testigo, según la opinión común, porque las ocuparon los aliados para contener a la guarnición del castillo. (196)

 Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado en que se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser de edad de sesenta y dos años, y en fe de todo, yo el Escribano. Yturbe.

 Vicente de Ybarguren.

 Ante mí, José Ellas de Legarda.

 (188) Natural de Azpeitia (Murugarren), aunque no consta su nacimiento en los libros de esta población. Tenía un hijo de su primer matrimonio, y estaba casado en segundas nupcias con Concepción Larrañaga, natural también de Azcoitia. Falleció el 13 de Diciembre de 1813, y sus funerales se celebraron en la parroquia de San Vicente Martir de Donostia.

 (189)Podría tratarse de Miguel Joseph Gamboa Barandiarán, bautizado el 5 de Marzo de 1778 en la parroquia de San Vicente. Fue uno de los firmantes del Manifiesto, y tenía en ese momento 35 años de edad, dato muy importante para su posterior localización.

 (190) Calle de Arriba era la denominación popular de la calle Campanario. Era una calle con cuesta, que era utilizada por la guarnición militar para el movimiento de las piezas de artillería. La Vda. de Bermingham tenía la casa nº 511.

 (191) En el asalto a la ciudad participaron gran cantidad de soldados nacidos en territorios actualmente pertenecientes a Alemania. La mayor parte de estos formaban parte de la llamada King’s German Legion, con uniforme imilar al británico, o también al cuerpo de los Brunswick Oels Jagers, con sus terroríficos uniformes negros coronados con una calavera en los shakós.

 (192)No encuentro ninguna referencia a este apellido en el plano levantado por Ugartemendia. Según Murugarren seguramente sería oriundo de Mondragón o Aramayona.

 (193) Vivía en la C/Mayor nº 547. Ver pie de pág. nº 46.

 (194)No hay datos de esta señora.

 (195) Ver pie de página nº 12.

 (196)Este comentario refuerza mi teoría, en la que defiendo que la conservación de la hilera norte de casas de la calle Trinidad, se debió exclusivamente a necesidades tácticas.

 

FDO. JOSÉ MARÍA LECLERCQ SÁIZ