Entre los donostiarras corren muchas "leyendas urbanas", como nos gusta denominarlas ahora, que no son más que equivocaciones nacidas de mentes calenturientas que dejan correr libremente su imaginación. Una muy extendida es la que dice que el arco existente en el Macho del Castillo del monte Urgull era para ajusticiar, por medio de la horca, a los condenados a muerte por las autoridades militares.

      Nada más lejos de la verdad. No se trata de un cadalso, aunque su verdadera función si causase terror entre los habitantes de nuestra ciudad. Es, como su forma bien desvela, un campanario. Este, situado en tan privilegiado lugar servía como alarma de bombardeo a los sufridos donostiarras de la segunda mitad del siglo XIX.

      Tras el comienzo de la Tercera Guerra Carlista, la ciudad de San Sebastián, siempre a favor de la causa liberal, comenzó a ver que los enemigos se acercaban a su primera línea defensiva. Los carlistas nada más ver la ciudad a tiro de sus cañones, emplazaron baterías alrededor. La más importante y que más daño hizo era la situada en Arratsain, donde dos piezas se encargaban de molestar a los sufridos habitantes, protegidos tras los muros de las nuevas murallas que tuvieron que levantar. Las antiguas se habían demolido diez años antes.

      El 28 de Septiembre de 1875, tras la retirada liberal de Txoritokieta, comenzó el bombardeo, y esa misma noche resultaba herido por una de las granadas el voluntario liberal Juan Bautista Amiel. La siguiente noche, una mujer era destrozada en la calle Bengoechea.

      Ante este problema, el Ayuntamiento encargó que se estableciera una vigilancia continua desde el castillo hacia esta batería artillera enemiga. El encargado fue un tal Imaz, apodado cariñosamente por los donostiarras como el "paletas", seguramente por algún rasgo dental que lo diferenciaba de sus conciudadanos, que nada más ver el fogonazo del cañón, tocaría la campana en señal de alarma. Tras este toque, se disponía únicamente de 14 segundos hasta que el proyectil llegase a su objetivo con su mortífera carga.

      Puede que nos parezca poco tiempo, pero las medidas adoptadas por el Ayuntamiento al respecto fueron muy acertadas. Existía la obligación de dejar todos los portales abiertos, de manera que todos los transeúntes podían ponerse a buen recaudo rápidamente.

      Sobre que campana fue la que tantas vidas donostiarras arrancó de la muerte ocasionada por esos "pepinos", hay varias versiones. Por cierto, eran llamados así por su forma, como se podrá apreciar en la fotografía de uno de los del modelo Whitworth que cayeron, y se conserva en nuestro museo. Don Pio Baroja habla de una campana de características claramente orientales, China a más señas, que hace que nuestra imaginación se desate, imaginándonos algún mercante que vino desde la lejana Asia con tan curioso instrumento. El reconocido historiador Banús, duda de estas características señaladas por tan eminente paisano, pero personalmente no creo que Don Pío anduviera muy desencaminado.

      Revisando grabados, dibujos y litografías de esas épocas, en el álbum de Francisco López Alén existe un dibujo que es bastante claro sobre los acontecimientos que narro.

      A la izquierda podemos ver Venta Ziquiñ, lugar donde se emplazó la odiada batería carlista, con sus dos piezas, una la de los famosos "pepinos" y otra de mayores dimensiones.

      Y en medio del dibujo una imagen de la campana, con sus pintorescas formas, que la delatan claramente como procedente de otras tierras, lejanas, muy lejanas, por lo que tal vez el bueno de Don Pío no estuviese tan equivocado, rememorando sus recuerdos infantiles.

      A pesar de todas estas medidas, la constante caída de proyectiles tenía, de vez en cuando, fatales consecuencias. En la esquina de la calle Narrica con el Boulevard, justo en el lugar donde los actuales donostiarras y nuestros numerosos turistas pueden refrescarse con helados en un establecimiento de nuevo cuño, un niño de curioso nombre cayó destrozado por una de las granadas. Su nombre era Sinforoso. Nadie se acuerda hoy, en ese lugar, de la tragedia que esas piedras contemplaron, con un pequeño de tan sólo ocho años tendido en el suelo, y unos padres, también destrozados, ante la estupidez de la guerra.

      A pesar de los cuidados del ahora imprescindible "paletas", los carlistas tomaron sus medidas para que no se divisaran tan fácilmente los fogonazos, y reforzaron los parapetos ocultándolos del entrenado ojo de nuestro ángel de la guarda. Una joven de 16 años fue la siguiente víctima, al ser alcanzada por la metralla en la cabeza y en el vientre. El periodista Curros Enríquez, que escribía para "El Imparcial", la describió como hermosa, como todas las de este país. Otra niña, esta de tres años también sucumbió en la calle Loyola.

      El día 5 un bando municipal informaba a los habitantes de los problemas que tenía el "paletas" y su campana, y de la certera existencia dentro de la ciudad de espías carlistas, que informaban a los artilleros enemigos de los medios con que se disponía contra sus bombardeos.

      Un día tan señalado para nosotros como es el 20 de Enero, una de estas granadas alcanzó al célebre poeta vascongado Vilinch, que tras agonizar por sus heridas durante medio año, finalmente falleció, dejando a una pobre viuda con varios niños a su cargo.

      El 15 de Febrero de 1876, finalmente, los carlistas abandonaron la posición ocupada por la batería, y San Sebastián se vio liberada de estos molestos vecinos. Mucho se habla de los bombardeos indiscriminados contra civiles, acontecidos en las grandes guerras mundiales, y en nuestra tierra del famoso  bombardeo de Guernica... ¿pero acaso este hecho no fue un bombardeo, también indiscriminado, contra una población indefensa?. Creo que sí, y además con el agravante de haber sido ejecutado por vascos, contra hermanos vascos. La guerra es así de irracional.

      Los recuerdos que estos días dejaron en las mentes de los niños donostiarras fueron heridas incurables, a modo de cicatrices, con escenas que se grabaron a fuego en sus cerebros. Pío Baroja, uno de esos pequeños al haber nacido en 1872, recuerda en sus memorias, a pesar de su corta edad, ver cuerpos de soldados destrozados por los proyectiles y balas, todavía con sus uniformes, tendidos en el suelo, junto a un cementerio abandonado cercano al hotel donde vivía con su familia, en el Paseo de la Concha. Se trataría, sin lugar a dudas del desaparecido Cementerio de San Martín.

      De la famosa campana se pierde la pista. Algunos historiadores mencionan que se llevó a la pescadería vieja de la Brecha, donde se usó para las subastas del pescado. Lamentablemente, hoy en día nada se sabe de ella a pesar de los grandes servicios que hizo por nuestros antepasados.

      ¡Y por cierto! Si alguien vive o conoce a quien lo haga, en el número 7 de la calle Vergara de nuestra ciudad, que sepa que una jovencita de 29 años llamada Francisca Artola, cuando se encontraba en su piso un 16 de Diciembre de 1875, también murió como consecuencia de un impacto directo. No sé si existirán o no los fantasmas... pero si yo viviese en ese cuarto piso...

Fdo. JOSÉ MARÍA LECLERCQ SÁIZ

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