JONES, HARVEY (Teniente Coronel del Cuerpo de Ingenieros Reales)

NARRATIVE OF SEVEN WEEKS CAPTIVITY IN ST. SEBASTIAN FROM THE FIRST STORM TO THE CAPTURE OF THE CASTLE IN 1813. US. JOURNAL. FEBRERO. 1841.

     Interesantísimo relato de las vivencias de este oficial de los Reales Ingenieros, que tras ser herido fue hecho prisionero. Es curioso conocer de primera mano las vivencias de los asediados, su moral y sus sufrimientos.

     También es curioso poder leer una de las versiones que acusaban a los franceses como responsables del incendio de la ciudad, a consecuencia de la acumulación de materiales incendiarios alrededor de la brecha.

     Uno de los puntos que más me ha impacatado, es cuando relata como se dedicaron los franceses a rematar a los heridos que se encontraban en la zona de la brecha tras fracasar el primer ataque. Este detalle no se había recogido en ninguna fuente hasta ahora consultada.

     También es muy curioso leer cómo hay personas de primera y de segunda en una sociedad tan desigual como la de comienzos del siglo XIX. Estando herido, obligan a un soldado francés, herido también, a levantarse de su cama para que esta sea ocupada por un enemigo prisionero. Pero claro está, se trataba de un oficial.

     Muy curioso y recomendable su lectura.

     En el pdf que adjunto de la obra original, el relato comienza en la página 193, pero de todas maneras dejo a continuación la traducción que he realizado del mismo. Pido al lector que sea condescendiente con los errores que he podido cometer, y las modificaiones que he efectuado para la mejor comprensión de los acontecimientos relatados.

TRADUCCIÓN:

NARRATIVE OF SEVEN WEEKS CAPTIVITY IN ST. SEBASTIAN FROM THE FIRST STORM TO THE CAPTURE OF THE CASTLE IN 1813.

By Lieut. Colonel Harvey Jones, R.E.

U.S. Journal. Feb. 1841.

     La siguiente narración de las escenas que pasaron en el interior de San Sebastián, después del fracaso del primer asalto, en julio de 1813, y hasta la rendición del castillo en el mes de septiembre siguiente, está redactada a partir de notas insertadas en mi diario inmediatamente después de la captura del lugar. Al describir las escenas que presencié, o al relatar la esencia de las conversaciones o anécdotas, ninguna sirve para "excusar o está realizada con maldad". El orden regular de los eventos, a medida que ocurrieron, no se ha respetado, ya que se considera poco importante, siempre y cuando los hechos se informen fielmente. La narración comienza en el lugar al que el valiente y elocuente historiador de la Guerra de la Península conduce a sus lectores, es decir, a la brecha, donde me quedé incapacitado por las heridas, la mañana del 25 de julio de 1813.

                 Después de presenciar los infructuosos esfuerzos del teniente Campbell (1), del 9º regimiento y su valiente pequeño destacamento, para forzar su camino hacia las murallas y su salida de la brecha, mi atención fue llamada, poco tiempo después, por una exclamación de un soldado que yacía tumbado a mí lado. “¡Oh, nos están matando a todos!”. Al mirar hacia arriba, percibí a varios Granaderos franceses, bajo un intenso fuego de metralla, espada en mano, pisando a los muertos y apuñalando a los heridos; mi compañero fue tratado de esa forma: la espada salió de su cuerpo y apestaba con su sangre, se elevó para darme el golpe de gracia, cuando afortunadamente el brazo levantado fue detenido por un hombrecillo inteligente, un sargento, que gritó, "¡Oh mon Colonel, étes vous blessé! (2) e inmediatamente ordenó a algunos de sus hombres que me llevaran a la ciudad. Me levantaron con sus brazos y me llevaron, sin la menor dificultad, a la brecha de las murallas de la torre de flanco derecho: Aquí nos detuvo un Capitán de granaderos, que me hizo algunas preguntas, luego me besó y mandó me fuera al hospital. Al pasar por las fortificaciones de la cortina derecha, estuvimos expuestos a un fuego de mosquetería muy intenso desde las trincheras; y aquí fue donde nos reunimos con el Gobernador y su personal con uniformes completos, acercándose rápidamente a la brecha. Me preguntó si estaba gravemente herido y ordenó que me cuidaran debidamente.

                 Después de descender de la muralla a la ciudad y de continuar por la calle que llevaba al hospital, nos abordó un oficial que, evidentemente, había tomado su goutte: exigió mi espada (3), que todavía colgaba de mí costado: le dije que tenía el poder para tomarla, pero no tenía derecho a hacerlo, ya que no había sido hecho prisionero por él; y, además, no había estado en la brecha. Esto pareció enfurecerlo, y con gran violencia de modales y gestos, me desabrochó el cinturón y se llevó mi espada.

                    (1)   Ahora Teniente Coronel, al mando del 98º Regimiento; uno de los mejores y más estimados oficiales en servicio.

                  (2)   El sargento debió haber confundido mi rango,  al ver una gran charretera de oro en mi hombro derecho y el uniforme azul, lo que lo hace aún más visible.

                 (3)   Durante la batalla de Vitoria, después de haber acompañado en el ataque a Gamarra Mayor a uno de los batallones, pronto nos encontramos en medio de los franceses, y por no matar a un soldado que se cruzó en mi camino, simplemente lo golpeé con el plano de mi espada, estuve a punto de perder la vida, ya que mientras corría y se cruzaba el río, se dio la vuelta y me disparó deliberadamente; sólo con un rasguño en el codo escapé. Entonces decidí, no deleitarme en derribar a los hombres, y no sacar mi espada excepto para defenderme cuando entré en acción otra vez: Y este acontecimiento influyó sobre esta determinación de que mi espada permaneciera en su vaina. Al pasar por las trincheras, avanzando hacia el asalto de la brecha, tuve la suerte de armarme con un piquete fascinado, ya que antes de que me derribaran, la metralla de un proyectil golpeó la vaina de acero y la rompió, pero la hoja de la espada me salvó la pierna.

            Al llegar al hospital, el Cirujano Mayor fue muy amable en sus maneras; después de agrandar mis heridas según el sistema francés, y luego curarlas, me llevaron a través de la calle y me metieron en una cama de una de las salas del gran hospital, donde se ordenó a un soldado que la desalojara para mi uso; este hombre regresó a lo largo de la mañana por su pipa y tabaco, que había dejado debajo de la almohada. Poco después de que me colocaran en la cama, dos oficiales de los Reales, los tenientes Alston y Eyre, fueron traídos, ambos gravemente heridos. En el transcurso de la mañana nos visitó el Gobernador, quien hizo averiguaciones sobre nuestras heridas y si nos habían despojado de algo. Luego supe que un gran número de soldados ingleses, no heridos, habían sido apresados y alojados en la prisión de la ciudad. Los dos oficiales mencionados arriba, y yo mismo, estábamos al cargo de Monsieur Joliffe, un civil, asistente de los hospitales, y su esposa; de ambos individuos recibimos toda la atención que la situación les permitió, pero no supe nada más sobre ellos después de nuestro traslado al castillo.

         En la mañana del 27, el Teniente M'Gill, del 38º Regimiento, fue llevado al pabellón gravemente herido, habiendo sido tomado prisionero en las trincheras, durante la salida de la noche. Los soldados y oficiales que fueron capturados y no estaban heridos, fueron alojados en la cárcel de la ciudad junto con los prisioneros capturados en el asalto de los 25. Las únicas personas permitidas para visitarnos eran algunos oficiales del staff, ocasionalmente algunos de los ingenieros, unas pocas damas españolas y un barbero español; De lo primero que me di cuenta, en general, es de todo lo que pasaba en las líneas británicas, al menos en la medida en las conjeturas de los franceses; hay muchas razones para suponer que la salida la hicieron con la expectativa de determinar cuál podría ser el estado real de las cosas en las líneas británicas. A pesar de los barcos que arribaban todas las noches desde Bayona, que traían proyectiles, medicinas, charpie (sic) (sustituto de la pelusa), artilleros e ingenieros, y que regresaban con algunos de los heridos, la guarnición seguía ignorando los movimientos de los dos ejércitos, y Soult los mandaba invariablemente su palabra que pronto levantaría el sitio. Por lo tanto, con promesas de alivio inmediato, manteniendo los ánimos de la guarnición y recompensando la valentía mostrada por individuos particulares durante el asalto, y en las salidas, con promociones, o enviándoles la condecoración de la Legión de Honor.

          En el ejército francés parece haber habido un sistema de recompensa por una conducta buena y valiente mediante el traslado a los granaderos o voltigeurs, que tuvo un efecto excelente. Un soldado francés estaba extremadamente orgulloso de sus charreteras verdes, amarillas o rojas: eran insignias de conducta distinguida, y solo se admitían en sus filas a aquellos que habían mostrado gran valor en acción. Los oficiales no comisionados generalmente se seleccionaban de entre estas compañías, y luego recibían el honor más alto que un francés conocía o codiciaba, que era la Cruz de la Legión de Honor, que se otorgaba generosamente. Con el éxito de las salidas y las numerosas decoraciones que se habían distribuido entre los oficiales y los soldados, se creó un espíritu tan atrevido y entusiasta, que creo que antes de que las baterías se abrieran por segunda vez, la guarnición, individual o colectivamente, no habría dudado en intentar ninguna acción, por difícil o peligrosa que fuera. La idea de una rendición nunca fue considerada por ellos en ningún período anterior a la captura de la ciudad.

           Después de que se extrajeran los fragmentos que habían penetrado en mis piernas y muslos, por el estallido de proyectiles y granadas, fui capaz de moverme y entrar en la galería que rodeaba el patio del hospital, que estaba en una casa de considerable tamaño, construida en el estilo español habitual, con un patio en el centro, con una gran puerta de entrada desde la calle, galerías rodeando cada piso, y en la que se encuentran todas las puertas y ventanas del habitaciones abiertas, excepto las del lado de la calle. La galería del piso en el que se encontraba nuestra sala, era el único lugar donde se nos permitía respirar el aire fresco; y si no hubiera sido por la gran altura del castillo sobre la ciudad, que nos permitió ver el donjon y algunas de las baterías, nuestra vista habría estado limitada por el cielo y las cuatro paredes interiores del hospital. Un día, mientras estaba sentado en la galería, observé una mesa colocada en la que estaba justo debajo de mí, en el lado opuesto del patio; Inmediatamente después, un desafortunado artillero francés fue puesto sobre ella, y le amputaron los brazos, ya que sus manos habían sido arrancadas por un accidente en una de las baterías. En el transcurso de esa mañana, mientras conversaba con el cirujano que había realizado la operación, me dijo que había actuado en contra de sus convicciones, que eran, nunca amputar, si era posible curar. Le pregunté el motivo por el que se había emitido una orden tan inhumana, pero su respuesta fue que el Emperador no deseaba que se devolviera a Francia un gran número de hombres mutilados, ya que esto causaría una mala impresión en el pueblo. Respondí: "Un hombre debe ser valiente para actuar oponiéndose a esta orden". Me dijo: "Los asuntos están comenzando a cambiar y, además, las circunstancias hacen necesario que los soldados sepan que serán atendidos en caso de ser heridos, y que no se les deja morir como perros; atendemos tantos como podemos". Por la noche, en los botes a Bayona, los sacamos del hospital y nos liberamos de una gran cantidad de trabajo.

           En conversaciones con muchos de los oficiales, me detallaron actos cometidos por sus soldados en España, que eran verdaderos insultos a la naturaleza humana, y que no me atrevo a describirlos en el papel; Al lector le disgustaría el relato, y mi veracidad quedaría en entredicho por la incredulidad; e igualmente incrédulo debería haber sido yo, si los narradores no hubieran declarado que habían presenciado personalmente las escenas que me habían descrito.

           Un Jefe de Batallón me preguntó una vez cómo nos las arreglamos con nuestros soldados cuando queríamos que avanzaran y atacaran al enemigo. Mi respuesta fue: "¡Adelante!". “¡Ah! De esa manera no hacemos nada nosotros; estamos obligados a emocionar a nuestros hombres en su espíritu, a trabajar con sus sentimientos con un discurso animador, y muy a menudo, cuando creemos que los habíamos animado hasta el campo de batalla, algún veterano solía hacer un comentario que, en un instante, destrozaba todo lo que había logrado y, en consecuencia, me veía obligado a comenzar de nuevo".

            Al hablar sobre las expediciones que los destacamentos de sus tropas hicieron con frecuencia en las grandes estaciones, durante un período de dieciocho o veinte días, le pregunté cómo habían logrado aprovisionarlos durante tanto tiempo. La respuesta fue: "Nuestras galletas están hechas con un agujero en el centro, y cada una es la ración por día; a veces se dan veinte a cada individuo, a quien se le da a entender que puede reclamar ante el comisariado por los días correspondientes al número de galletas que recibe". Observé que no era posible que el soldado los llevara. "Lo sabemos muy bien, pero no podemos controlarlo durante ese período, ¡y no preguntamos cómo vive mientras tanto!".

           Parecía que había una gran diferencia en la precisión de los disparos de las tropas desde las trincheras. El Jefe del Estado Mayor, Monsieur Songeon, preguntó por las tropas teníamos que dispararon tan bien. Dijo: "Algunos días puedo mirar por encima de los parapetos sin el menor problema; en otros no me es posible mostrar ni mi nariz, sin la certeza de que me disparen".

           Donna M. y su madre fueron muy amables y solían hacernos visitas. La hija era una joven notablemente bella y hermosa. Desafortunadamente, un día, cuando estaban sentadas con nosotros, llegó el Gobernador. Se rió y bromeó con Donna M ., pero cuando salió del hospital dio una orden al cabo de guardia para que no admitiera más españoles. Supe que unos días después, el gobernador envió a decir que deseaba ver a Donna M., pero ella rechazó la invitación. Después de mi liberación, hice averiguaciones sobre mi buena amiga y comprobé que estaba viviendo con un oficial inglés. Al parecer, durante el saqueo de la ciudad, para salvarse de la violencia de los soldados, que habían forzado y entrado en su casa, se había lanzado para protegerse de los brazos de un oficial británico, que pasaba por el lugar, y que la escuchó llorar. Ella continuó viviendo con él hasta el final de la guerra. Su protector era un Capitán de uno de los regimientos que formaban parte de la división a la que estaba vinculado, y, en consecuencia, a menudo veía a Donna M. pasar en la línea de marcha. Su aspecto desolado hablaba claramente de recuerdos dolorosos, y ella nunca me reconocería.

           Desde mi primera entrada en el hospital, había sido atendido por un barbero español, en cuya casa se alojaba un oficial francés. Como yo podía hablar español con fluidez, tuvimos una gran conversación. Solía informarme de todo lo que oía y veía, de lo que pasaba tanto dentro como fuera de la fortaleza. Cuando supo que yo era ingeniero, me ofreció traerme un plano de todos los desagües subterráneos y un acueducto que llevaban agua a la ciudad. Monsieur Joliffe, nuestro asistente, aunque era un hombre de buen carácter, vigilaba atentamente al barbero y, en consecuencia, le resultaba difícil darme algo sin ser detectado. Por fin, una mañana, mientras se preparaba para afeitarme, logró meter un plano debajo de la ropa de cama. Aproveché ansiosamente la primera oportunidad para examinarlo, y, por el conocimiento que había adquirido previamente del lugar, pronto conocí las direcciones de los desagües, etc. A partir de ese momento, toda mi atención se fijó en los medios para poder escapar. Sabía que el hospital estaba situado en la calle principal, cuyos extremos terminaban en las fortificaciones que bordeaban el puerto y el mar, y si alguna vez pudiera llegar a la calle, solo tendría que girar a la derecha o a la izquierda para llegar a las murallas, y escapar de la ciudad de la manera más sencilla.

           Una noche, justo al anochecer, cuando los médicos se despidieron de nosotros para pasar la noche, uno de ellos dejó olvidado su sombrero en la cama. Tan pronto como hice el descubrimiento, me lo puse en la cabeza, corrí escaleras abajo y fui directo hacia la gran puerta. La encontré tan completamente bloqueada por el guardia, que, a menos que le empujáramos a un lado, era imposible pasar sin ser descubierto. Por lo tanto, me retiré escaleras arriba con desesperación, y tiré el sombrero sobre la cama. Apenas lo había hecho cuando se presentó el médico, preguntando por su chapeau.

           Más de una vez nos visitaron las tripulaciones de los barcos que llegaban todas las noches desde Francia. Vernos parecía proporcionarles una gran satisfacción, pero no había nada en sus formas o comportamientos que pudiera ofendernos. Por supuesto, el objetivo de llevarlos para que viesen a los prisioneros, era para que pudieran mencionar la circunstancia cuando regresasen a Bayona. Muy inesperadamente, una noche, alrededor de las nueve de la noche, apareció el Ayudante de Campo del Gobernador en la prisión, y dijo a los oficiales que se prepararan de inmediato para ir a Francia.  Un capitán portugués, uno del grupo, temía mucho ser enviado allí y, con gran calidez, le dijo al Ayudante de Campo que Lord Wellington pronto estaría en posesión del este lugar, y que si los prisioneros no permanecían, haría que el Gobernador respondiese en su propia persona. Suponemos que el Ayudante de Campo fue y comunicó esta conversación al Gobernador, ya que no regresó durante un tiempo, y luego nos dijo que era demasiado tarde para embarcarse esa noche, ya que los barcos habían zarpado. Nunca más fuimos amenazados con ser embarcados. Estando muy ansiosos por saber cómo estos barcos escapaban de la vigilancia de nuestros cruceros, me dijeron que al anochecer partían de Bayona, navegaban toda la noche, directamente hacia el Golfo de Vizcaya, durante el día descansaban y navegaban paralelos a la costa española, y al anochecer navegaban hacia San Sebastián, evitando así nuestras embarcaciones, que se situaban en la costa entre la ciudad y Pasajes. Estas comunicaciones nocturnas constituían un servicio esencial, manteniendo viva la moral de la guarnición y trayendo suministros. Un coronel de ingenieros llegó unos días antes del primer asalto, para reemplazar a uno que había sido herido y enviado a Francia. Trajeron una cantidad considerable de proyectiles y tiendas, y también medicamentos y artículos requeridos en los hospitales, particularmente vendajes y charpie.

           A mediados de agosto, la guarnición comenzó a alegrarse de que el asedio se había convertido en un bloqueo regular, y de que se sentirían aliviados por los éxitos del Mariscal Soult: Su moral y sus esperanzas eran muy altas. El 15 de agosto, el día del nacimiento de Napoleón, se observó como un día de alegría entre la guarnición, y al caer la noche, una letra “N”, de un tamaño muy grande, se iluminó brillantemente en la cara del donjon. Cuando comenzaron las operaciones del segundo sitio, un capitán, que nos visitaba casi a diario, me mantuvo al tanto de todo lo que estaba sucediendo. Conocí por él la naturaleza de las complicadas operaciones realizadas en la parte posterior de la brecha, y también que una gran cantidad de materiales combustibles se habían colocado en las casas alrededor y adyacentes. A esta causa, siempre he atribuido la destrucción de la ciudad por el fuego, y no a la maldad por parte de los asaltantes. Obviamente, a la guarnición le interesaba destruir la protección que las casas daban al enemigo permitiéndole aproximarse al castillo. En mi cabeza pensé, y siempre he opinado así, que la ciudad fue quemada por la combustión de los materiales previamente dispuestos para ese propósito. Cuando los sucesivos relatos del progreso del incendio en la ciudad se comunicaron a los internos del hospital, se escuchó una risa salvaje y entusiasta de los oficiales que en ese momento estaban presentes, visitando a sus compañeros heridos. Nada podía exceder su aparente delicia cuando un capitán español, un Afrancesado, que se había retirado al castillo con la guarnición, entró en el hospital la noche del asalto, retorciéndose las manos, tirándose de los pelos y diciendo que había oído los gritos de su esposa e hijas, desde su casa en llamas. Ambos acontecimientos ocasionaron gran alegría a los franceses, y el pobre español debió haber lamentado amargamente el día en que se puso del lado de ellos. Los oficiales franceses no dejaron de burlarse de él por haberlo hecho, y se reían de sus frenéticos gestos. Una mañana temprano, un grupo de hombres nos molestó trayendo a un oficial de los Brunswicker, terriblemente herido por un disparo. Lo habían apresado en una salida hecha durante la noche, junto a varios soldados, que fueron barridos frente a la ciudad en las trincheras. Ese maldito día, me preguntaron si me gustaría hablar con cabo de zapadores, que había sido hecho prisionero durante la salida. Me encantó la perspectiva de ver a uno de mis viejos amigos, pero me sorprendió enormemente que, a última hora de la noche, viera a un joven alto y delgado, un extraño, entrando en la sala, vestido con una casaca roja. Fue el primer zapador que había visto con el nuevo uniforme, ya que el color azul era el usado cuando fui hecho prisionero. Al preguntarle cuándo se había unido al ejército inglés, me respondió: "Ayer por la mañana, me pusieron de guardia en las trincheras anoche, y poco después me atrapó el enemigo y me trajo a la ciudad".

            De las noticias diarias que recibimos sobre el avance y la posición de los diferentes trabajos que se llevan a cabo en las trincheras, fue evidente que se realizaría un ataque de la misma forma que en el primer sitio. Sabiendo bien la duración y la dificultad de la aproximación a la brecha, y la fuerza con que se había defendido, temía el resultado y las esperanzas de ser liberado se desvanecieron. Una mañana, un Capitán de artillería, a quien nunca antes había visto, entró en la sala y comenzó a conversar sobre el asedio, dirigiéndose especialmente a mí: “Observo que toda la segunda paralela era una batería completa, y no creía que hubiera tantos cañones como troneras. No es nuevo fabricar baterías, y colocar troncos de madera en las troneras, con la esperanza de asustar a un enemigo”. Mi respuesta fue: "Lo más seguro es que haya tantos cañones como troneras, no es nuestra costumbre construir baterías y pegar troncos de madera en sus muros, con la esperanza de no luchar contra un enemigo". Hizo una mueca y, encogiéndose de hombros, salió de la sala. A la mañana siguiente, el cirujano vino como de costumbre, a curar nuestras heridas, eran las siete y media, todo estaba en calma y exclamó alegremente cuando entró: "¡Así que tenemos otro día de indulto!". Aproximadamente media hora después, y mientras estaba bajo sus manos, se disparó la primera salva de las baterías, y varios disparos retumbaron en el hospital, y perturbaron la tranquilidad de sus internos. El instrumento cayó de las manos del cirujano y exclamó: "Le jeu sera bientôt fini!"(4), y luego continuó muy complacientemente con su trabajo.

(4)     “El juego pronto acabará”.

           La apertura de las baterías causó un gran revuelo entre todas las manos. Pronto recibimos una indicación para prepararnos para ser trasladados al castillo: se me avisó privadamente de fuese "sabio" en el camino hacia arriba, ya que el capitán de la escolta era "très méchant"(5), y que debemos estar callados y en orden. Supongo que esto tenía la intención de disuadirnos de intentar escapar. Los prisioneros heridos, así como los que no lo estaban, fueron trasladados en un grupo por la ladera de la colina hasta la entrada del castillo. Bajo la batería del Mirador, estuvimos expuestos a un fuerte fuego de mosquetería, y algunos miembros del grupo resultaron heridos, entre ellos el Capitán portugués gravemente en el muslo. Antes de pasar por la puerta de entrada, me di la vuelta para ver las baterías y las trincheras, pero el capitán de la escolta me situó a la derecha y me condujo al edificio junto al lado del mar, que había sido construido como un polvorín, pero ahora se había acondicionado en hospital: El interior estaba equipado con camas de madera similares a las de las salas de guardia inglesas, donde los heridos fueron alojados, y en el área que rodeaba el edificio se colocaron el resto de prisioneros, 150 en total, que no entraban. A medida que aumentaba el número de heridos, el hospital se llenaba rápidamente y, con la esperanza de evitar que el fuego se dirigiera desde las baterías, algunos de los prisioneros querían levantar una bandera negra en el techo del edificio. Mientras lo hacían, le dije al oficial francés que era trabajo en vano, ya que no tendría el efecto deseado, sino, con toda probabilidad, lo contrario, ya que siempre hemos pensado, tal y como se nos ha enseñado, que el edificio era su gran depósito de pólvora y, en consecuencia, izar una bandera sería considerado como un engaño para preservar sus municiones y no para proteger a los heridos. Y poco beneficio recibimos con la bandera sobrevolando las infortunadas cabezas. Después de la captura de la isla Santa Clara, era casi imposible que alguien se moviera por la parte del castillo frente a ella sin el riesgo de ser muerta o herida: Las descargas de metralla y proyectiles desde la misma barrieron todo la superficie, y fue solo por la noche, y con gran riesgo, cuando se pudo obtener agua fresca del tanque que estaba situado en ese lado.

(5)     “Muy malvado”.

           La guarnición siempre tuvo la idea de que el asalto tendría lugar durante la noche. Por lo tanto, cada mañana siguiente, cuando amanecía sin haber sido despertados por los gritos de las columnas de asalto, sentían como que tenían que contener su rabia otras veinticuatro horas más. El 31 de agosto, cuando en el Castillo se escuchó el primer ruido de mosquetería, una mirada inquisitiva invadió cada rostro, pero todos guardaron silencio: A medida que continuaban los disparos y aumentaba el ruido, quedaban pocas dudas sobre la causa. Cada soldado se apoderó de su mosquete y se apresuró con prontitud a su puesto. Un día, después de que las baterías rompieran fuego, un oficial francés me preguntó si creía que los prisioneros permanecerían quietos cuando se produjera el asalto a la brecha. Y agregó, que si intentasen algo, todos serían fusilados. Le respondí: "Puede confiar que, si se presenta una oportunidad, no tardaremos en aprovecharla. No piense que tiene un rebaño de ovejas encerradas dentro de estos muros y, suceda lo que suceda, nos disparen o no, se le pedirá que nos brinde las debidas cuentas cuando se tome el castillo”. El 31 de agosto, durante el asalto de la brecha, la aparición de botes, con tropas, remando hacia el frente de mar del castillo, generó una alarma considerable y, si se hubieran hecho el intento de desembarcar, tengo pocas dudas de que hubiesen tenido éxito: El efecto hubiera sido enorme, con el resultado de la captura del castillo casi seguro, por lo que las tropas de la ciudad, al enterarse de que su retiro estaba cortado, se habrían rendido a discreción.

           Desde el inicio del asalto, hasta la apresurada retirada hacia el castillo tras la captura de la ciudad, no pudimos obtener la menor información sobre la situación en el momento de la entrada por la brecha. Este período fue uno de los momentos de mayor ansiedad y suspense. Por fin, nos contaron los hechos, y, ¡Nadie puede describir el espectáculo que vivimos el interior del hospital! En un instante, la sala estaba atestada de heridos y mutilados, la mesa de amputación nuevamente entró en juego y, hasta el amanecer del día siguiente, los cirujanos continuaban trabajando incesantemente. Tener una escena de ese tipo al pie de mi cama fue muy doloroso, y sumado a esto, los gritos y gemidos agonizantes, y la aparición de los granaderos y zapadores, que habían sufrido  la explosión en la brecha, con sus uniformes casi quemados, y sus pieles ennegrecidas y chamuscadas por la pólvora, era verdaderamente espantoso. El destino me obligó a presenciarlo, y esos recuerdos tan malos nunca podré borrarlos de mi memoria. La apariencia de estos hombres se parecía a cualquier cosa menos a la de seres humanos. La muerte pronto puso fin a sus sufrimientos y nos alivió de esta visión tan angustiosa. De todas las heridas, ya sea de miembros fracturados o de otro tipo, las causadas por quemaduras de pólvora parecían estar acompañadas del dolor más insoportable y de sufrimiento constante.

           En la parte trasera del donjon, había un pequeño edificio, en el que se depositó una cantidad considerable de pólvora. Cantidad de proyectiles de gran calibre caían a su alrededor, pareciendo que sería destruido muy  pronto, por lo que se envió un destacamento de soldados para retirar las municiones. Un peligroso trabajo que estaban realizando de la manera más valiente, y que casi habían completado. Cuando algunos proyectiles cayeron en el edificio, explotaron los pocos barriles que quedaban y volaron el edificio, con algunos de los soldados que fueron lanzados al aire, no dejando ni un vestigio que mostrase que tal edificio había sido levantado.

           Había tres damas francesas en la guarnición, la viuda y dos hijas de un Comisario General francés, que había muerto en España: Se dirigían a Francia hasta que se realizó el asedio. A estas damas se les permitía entrar en el hospital y se les cedió un pequeño espacio en un extremo de una cama de madera, donde permanecieron durante varios días y noches. La única agua que pudieron obtener para lavar, ya que la isla de Santa Clara había caído en posesión de los sitiadores, era la misma que teníamos nosotros, agua de mar, que los ayudantes conseguían al descender a las rocas de la parte posterior del castillo. La pequeña cantidad de agua dulce obtenida del tanque durante la noche, se reservó para cocinar o beber. Era importantísima para las tropas por la fatiga y el calor al que estaban expuestas en esta estación tan calurosa del año (agosto). A medida que aumentaba el número de heridos, el alojamiento en el hospital se hacía más restringido. Algunos de los oficiales, que yacían en el suelo, se quejaban en voz alta de que la señora y sus hijas ocupaban un espacio que les pertenecía: ¡Lograron que las damas salieran en busca de refugio contra los disparos donde pudiesen!  El día que el castillo capituló, fui en busca de mis buenos compañeros, y los encontré secos entre el humo, debajo de una pequeña roca saliente. Una de las señoritas era extremadamente bella, y poco después del asedio, se casó con el Comisario inglés designado para asistir a la guarnición hasta que embarcase para Inglaterra. El cambio del hospital por la roca desnuda logró que no presenciáramos muchas escenas dolorosas, ya que la mesa de amputación estaba colocada al pie de la cama, en esa parte de la habitación asignada a nosotros.

           Después de la captura de la ciudad, un fuerte bombardeo del castillo tuvo lugar, por disparos con  proyectiles de más de sesenta piezas de artillería. El breve intervalo de tiempo que transcurría entre el ruido de la descarga de las armas y los morteros, y el ruido del descenso de los proyectiles era de unos pocos segundos. El efecto de estas salvas durante el día, fue terrible y destructivo como se comprobó, pero fue poco atendido en comparación con las descargas más potentes. Los heridos y mutilados, que fueron lo suficientemente afortunados como para haber encontrado alivio temporal de sus sufrimientos con el sueño, eran despertados en medio de todos los horrores y miserias de su situación por el choque de docenas de proyectiles que caían sobre y alrededor del edificio, y cuyas explosiones arrojaban  una luz espeluznante desde el interior de la guardia: El silencio interior, ininterrumpido, salvo el silbido de la deflagración en llamas, los gemidos agonizantes de los heridos durante estos pocos momentos de suspenso, no pueden describirse. Nadie podía sentirse seguro de escapar de la destrucción que acompañaba a la explosión, a la que inmediatamente seguían los gritos y gemidos de quienes resultaban heridos.

           Muchos desafortunados soldados fueron llevados a la mesa de amputación para someterse a una segunda operación, y en el cumplimiento de este doloroso deber, los médicos estuvieron ocupados casi toda la noche. En cuanto al descanso, no se podía lograr,  ni esperar lograrlo, con tales escenas que ocurriendo ante la cama de cualquier persona. Las piernas y los brazos, tan pronto como eran amputados, se sacaban y se tiraban entre las rocas. Era como una novela, como una visión desagradable, que me vi obligado a presenciar diariamente.

           Es  justo afirmar para los médicos franceses, que su conducta durante todo el período de hostigamiento y su laboriosa labor estuvo marcada por el mayor sentimiento y amabilidad, así como por la atención al alivio de los desafortunados enfermos que sufrieron entre sus manos. Apenas se recuperaba la tranquilidad de la sala, cuando se escuchaba otra salva y se producía la repetición de las mismas escenas.

           Los desafortunados prisioneros que no estaban heridos habían sido ubicados en el área alrededor del hospital y, en consecuencia, estaban expuestos a la furia de cada sucesiva descarga, sin la menor cobertura o protección contra sus destructivos efectos. Conociendo su expuesta situación, me esforcé de todas las maneras posibles en obtener algunos picos y palas que les permitieran levantar algún tipo de barricada a prueba de metralla. Todas mis solicitudes desatendidas y, en consecuencia, 50 resultaron muertos o heridos, de los 150 que fueron confinados dentro de los muros.

           Con la única excepción de un acto de brutalidad por parte de un oficial francés conmigo, los prisioneros heridos no tenían motivos para quejarse, aunque su confinamiento podría haber sido menos riguroso. Desde el cirujano que nos atendió a los encargados del hospital, experimentamos una gran amabilidad. Nuestra dieta estaba regulada de la misma manera, y en la misma calidad y proporciones, que la de los soldados heridos franceses de la sala contigua. El mayor lujo permitido fue ocasionalmente el de tres ciruelas estofadas.

           El único oficial de los ingenieros franceses que se libró de resultar muerto o herido fue el teniente Goblet (6), que comandó a la compañía de zapadores en la gran brecha, el puesto de honor más pedido. La mayor parte de esta compañía fue destruida por la explosión durante el asalto. Este oficial fue el único miembro de la guarnición que Lord Wellington permitió regresar a Francia. Llevaba despachos del General Rey, el Gobernador, al Mariscal Soult, para darle a conocer la entrega del castillo.

                                                           (6)     Ministro de Guerra de Bélgica, tras la separación de este territorio de Holanda, en 1830.

           Los efectos del fuego vertical en el interior del castillo inmediatamente después de la captura de la ciudad fueron tan destructivos y efectivos, que, si se hubieran prolongado seis horas más, la guarnición, sin duda, se habría rendido a discreción. Los oficiales se quejaron fuertemente ante la obstinación del Gobernador, como dijeron, sacrificando inútilmente la vida de los soldados. Habían perdido toda esperanza, y ya casi no podían esperar ningún intento exitoso de socorro. Durante este período, todos buscaron refugio donde mejor pudieran, entre las rocas. Aún así, ningún rincón parecía ser una protección segura contra los proyectiles de Shrapnel. Un sargento de los Reales, parado al pie de mi cama, fue muerto por una bala de un proyectil de Shrapnel y cayó sobre mí. Un soldado italiano, que había sido designado para atender a los prisioneros heridos, mientras se esforzaba, cerca de la puerta del hospital, preparando un caldo para nuestra cena, fue lanzado con su marmita al aire: Y así acabaron nuestras esperanzas de obtener un poco de nutriente. La vida y el bullicio habían desaparecido: apenas se veía a una persona moviéndose.

            Este estado de cosas continuó hasta que las baterías de las trincheras disminuyeron su fuego. No hacían nada: Todos buscaban refugio del tremendo fuego de proyectiles que caían en el castillo, para escapar de los terribles efectos y los estragos causados por sus explosiones. Todo el interior fue arrasado, y si esta corriente de fuego hubiera continuado unas horas más, la guarnición habría obligado al Gobernador a rendirse.

           El ruido de las balas de un proyectil de Shrapnel es muy diferente del silbido de una bala de mosquetón, y a menudo se repetían las exclamaciones: "¡Ah! Ces sacrés bullets creux!".

            Puede que no sea indigno comentar, que las balas descargadas desde un proyectil de Shrapnel toman la forma de un prisma poligonal. Un oficial francés me mostró uno que acababa de ser extraído de un hombre herido: Preguntó ansiosamente si eran de esa forma cuando los pusieron en el proyectil. Posteriormente observé lo mismo en muchos otros, que, a petición mía, me fueron entregados por los cirujanos tras las operaciones.

            La excelencia de la artillería británica es bien conocida. Nadie podía superar la precisión con la que se lanzaban los proyectiles y la precisión con la que se cortaban las mechas. Solo aquellos que han tenido la oportunidad de presenciar su fuego, y compararlo con el de los franceses, pueden defender su superioridad.  Durante el asedio, prestamos poca atención al escaso fuego francés lanzado contra las baterías y trincheras. Desde la longitud de los disparos, casi siempre nos permitían el tiempo suficiente, antes de explotar, para ponernos a cubierto, y, cuando explotaban, la metralla volaba a poca velocidad. Por el contrario, cuando se escuchaba el sonido de un proyectil ingles en el castillo, o cuando el vigilante situado en el donjon gritaba "Garde la bombe", todo el mundo permanecía en alerta. La velocidad de su vuelo superaba con creces a la de los franceses. Tocar el suelo y reventar era casi simultáneo, y luego los estragos y la destrucción causados por la metralla eran tremendos.

            Nadie, excepto aquellos que han estado expuestos a los efectos de la metralla de los proyectiles, puede apreciar plenamente las ventajas de poseer un misil tan terrible y destructivo. Parecía ser de poca utilidad cuando un hombre se escondía para protegerse. No había ningún lugar seguro para ellos, y muchos soldados resultaron heridos sin haberse dado cuenta de que un proyectil había estallado junto a el.

          Un oficial francés de ingenieros, que estaba gravemente herido y que yacía en el lado opuesto de la guardia, recibió los mejores libros profesionales. Él amablemente me permitió su uso. Muchas eran obras que nunca había podido obtener, y mucho el placer y el saber que se derivaron de su lectura. Al preguntar, me dieron a entender que los ingenieros franceses siempre eran suministrados por el Gobierno y sus Generales con los mejores mapas del país donde actuaban. Un día, antes de que la gran batería del horn-work abriera fuego contra el castillo, un oficial francés llamó a la puerta de la sala y exclamó: "Voila les fiacres qui viennent nous chercher". Me sorprendió saber a qué se refería cuando, al mirar en la dirección en la que señalaba con la mano, observé una vista muy grata y hermosa, al divisare un gran convoy de transportes a toda vela. El oficial era un verdadero profeta, ya que esos buques transportarían a la guarnición desde Pasajes a Inglaterra.

          Cuando me comunicaron que ya no éramos prisioneros, busqué la mejor espada en la sala para reemplazar a la que me habían quitado. Habiendo descubierto un apuesto sable, que pertenecía a un Oficial de Estado Mayor  herido, pedí que lo bajaran del lugar donde estaba colgado, ya que quería esa arma. Todavía lo conservo. Era la única espada que llevé hasta el final de la guerra y, a menudo, cuando estaba en los puestos de avanzada con banderas de tregua, he visto a los oficiales franceses mirar a las águilas del cinturón con algo más que una mirada gratificante.

          En julio de 1813, nadie  podría prever que, dos años a partir de ese momento, un gran cambio se llevaría a cabo en mi posición, como sucedió. En 1815, me destinaron en París y fui el ingeniero a cargo de las fortificaciones en Mont Martre. Durante ese período vi con frecuencia a varios de los oficiales que habían formado parte de la guarnición en San Sebastián, y a mi viejo amigo, el Cirujano Mayor, del que recibí frecuentes visitas. Ambos estuvimos de acuerdo en que, a pesar de que los papeles estaban cambiados, nuestra posición actual era más agradable que cuando nos conocimos en San Sebastián.

TRADUCIDO POR J.M. LECLERCQ SÁIZ

The_United_Service_Magazine. 1841

NARRATIVE OF SEVEN WEEKS CAPTIVITY IN ST. SEBASTIAN FROM THE FIRST STORM TO THE CAPTURE OF THE CASTLE IN 1813. US. JOURNAL. FEBRERO. 1841.